martes, enero 24, 2017


En el centenario de Retrato del artista adolescente

Richard Ellmann, el gran biógrafo de James Joyce (1882-1941), confirma la fecha: la primera edición mundial de A Portrait of the Artist as a Young Man fue publicada en los Estados Unidos por W. B. Huebsch con fecha del 29 de diciembre de 1916. Poco antes, ese mismo mes, apareció además la primera edición estadunidense (o nortearmoricana, como diría el irlandés) de Dubliners. Así, Joyce cerró el año con la convicción de que en 1916 había tenido muy buena suerte.
Y era cierto, las cosas empezaban a mejorar. Mucho de ello se lograba gracias a los oficios de Ezra Pound, que lo puso en contacto con Huebsch y con muchas otras personas. También, por ejemplo, con Harriet Shaw Weaver, editora en Londres de The Egoist, revista en la que se publicó la novela en forma seriada entre 1914 y 1915.
Antes que fatigar a los lectores con datos y fechas (que encontrarán concentrados en el volumen biográfico de Ellmann), habría que intentar cifrar el movimiento espiritual que se percibe en las obras iniciales de Joyce, en el camino hacia los libros mayores. Aunque el término “evolución” no suele aplicar en las artes, en su escritura siempre hay avances. Va de lo simple a lo complejo, de los relatos tersos de Dubliners al gran caos de Finnegans Wake, con sus estaciones intermedias, que son A Portrait… y Ulysses, en las que Stephen Dedalus es protagonista. Por ello, en esta escalada narrativa lo mejor para leerlo (“para leerlo mejor”, diría el lobo) es seguir puntualmente su recorrido.
Habría que detenerse, primero, en 1904 (“año vórtice, año centrífugo”, lo llama el crítico español Mario Domínguez Parra en el prólogo a los Escritos breves —Ediciones Escalera, Madrid, 2012—), que es cuando Joyce conoce a Nora Barnacle y abandona la patria, entre otros sucedidos. Publica entonces los primeros relatos que formarán parte de lo que será Dubliners, algunos bajo el seudónimo de Stephen Dedalus; y escribe en un cuaderno escolar de su hermana Mabel el ensayo “A Portrait of the Artist”. Lo ofrece a la revista Dana, y con razón (pensaría uno ahora, al leerlo) se lo devuelven. Es el germen de la novela, que habría de terminar más de diez años después, en ese bosquejo una concentración algo confusa (abigarrada, oscura) del personaje en que se estaba convirtiendo.
Habla de sí mismo en tercera persona. Cuenta ahí, por ejemplo: “Una noche, al comienzo de la primavera, encontrándose al pie de la escalera de la biblioteca, dijo a su amigo: ‘He abandonado la Iglesia’. Y mientras regresaban a casa a través de las calles codo con codo, le contó, en palabras que parecían eco de su separación, cómo la había abandonado por las puertas de Asís”.
También: “Como un alquimista se aplicó en su obra, uniendo los misteriosos elementos, separando lo sutil de lo burdo. Para el artista, los ritmos de la frase y el punto, los símbolos de la palabra y la alusión, eran cuestiones supremas”.
Es significativo que en ese breve ensayo se mencione el aislamiento como condición para el artista; y al final a éste se le describa “en medio de la parálisis general de una sociedad demente”. La palabra “parálisis”, o esa percepción de una comunidad inmovilizada e inmovilizadora, define los cuentos de Dubliners y acaso también definirá la misma novela aún en germen.
El hermano de Joyce, Stanislaus, apunta el 2 de febrero en su diario que Jim ha decidido convertir su ensayo en una novela, “y habiendo tomado esa decisión, está tan feliz, según dice, de que fuera rechazado”. Más: “Jim va a empezar su novela, como empieza normalmente cualquier cosa, medio enfadado, mostrando que al escribir sobre sí mismo tiene un tema de más interés que su discusión sin objetivo”.

Parálisis y epifanía

El ensayo se transforma en novela… y cambia también de título. De 1904 a 1906 se llamará Stephen Hero, y Joyce llegará en ese lapso a unas 900 cuartillas. Se dice que la insatisfacción del escritor por esa versión, que calificaba de trabajo escolar, llevó a una parte del manuscrito a ser destruido por el fuego. Theodore Spencer, editor de Stephen Hero (1944), precisa que se perdieron (en esa quema o en otras circunstancias) las primeras 518 páginas, y quedaron a salvo 383… A salvo, mas no tomadas en cuenta; Joyce prefirió empezar de cero y es ahí donde retoma el título del ensayo de 1904, con el complemento de “as a Young Man”.
Como Joyce y Dedalus son prácticamente uno mismo (aunque siempre hay que distinguir entre el personaje y el autor, tanto en este caso como en el del Marcel de En busca del tiempo perdido y el escritor que lo reinventa, parecidos mas no idénticos), Stephen Hero enriquece algunos puntos de la formación del artista. Si en la novela terminada se detalla el intento de los jesuitas por hacer del joven uno de ellos (al atender el llamado de Dios), en ese borrador participan de una actitud similar los nacionalistas, que buscan entusiasmar a Dedalus con las leyendas de la antigua Irlanda e incluso convencerlo de que, ya que se perfila para ser escritor, lo sea no en inglés sino en gaélico. Huye de ellos con la misma convicción con la que se separa de la Iglesia. En esas conversiones tendrá un valor especial su encuentro con el dramaturgo noruego Henrik Ibsen…
Spencer nos pide atender un pasaje de Stephen Hero, aquel que arranca de este modo en la página 227 de la edición de Sur (traducción de Roberto Bixio, 1960): “Un atardecer, un atardecer neblinoso, marchaba por Eccles’St. con todos estos pensamientos danzando en su cerebro la danza del desasosiego…” Se reconocerá la calle Eccles, en donde estarán domiciliados los Bloom en Ulysses. Llama la atención de Stephen una pareja: “Una joven estaba en las gradas de una de esas casas de ladrillos pardos que parecen la propia encarnación de la parálisis irlandesa. Un hombre joven se recostaba sobre las herrumbradas rejas de la verja”. (Asoma, de nuevo, la palabra parálisis.) Y escucha fragmentos de su coloquio. Ella dice:
—Oh, sí… Estaba… en la… ca… pi… lla…
Y él:
—Yo… Yo…
—Oh… pero usted es… muy… ma… lig… no…
Y: “Esta trivialidad le hizo pensar en recoger muchos momentos semejantes en un libro de epifanías. Por epifanía entendía una súbita manifestación espiritual, ya fuere en la vulgaridad de la alocución o del gesto, ya fuere en una faz memorable del mismo espíritu. Creía que el hombre de letras debía dejar registradas tales epifanías con sumo cuidado, dado que son los momentos más delicados y evanescentes”.
Dirá, enseguida, a su amigo Cranly: “Imagina que los vistazos que lance al reloj sean tanteos de un ojo espiritual que procura ajustar su visión a un foco exacto. Apenas se produce ese ajuste, tiene lugar la epifanía del objeto. Y precisamente en tal epifanía hallo la tercera, la suprema cualidad de la belleza”.
Recuérdese que para Santo Tomás los tres requisitos esenciales de la belleza son integridad, simetría e irradiación.
Tenemos aquí, pues, dos conceptos fundamentales en la creación joyceana: parálisis y epifanía. Este último se extenderá a toda la obra, como lo demuestra Theodore Spencer: “Podemos decir que Dubliners constituye una serie de epifanías que relatan momentos aparentemente triviales pero en realidad cruciales y reveladores de las vidas de diferentes personajes. A Portrait… puede ser considerado una suerte de epifanía, una manifestación del propio Joyce como adolescente; Ulysses, al tomar un día en la vida de un hombre común, describe a tal hombre, según la intención de Joyce, del modo más pleno y cabal de lo que haya sido descrito antes cualquier ser humano; es la epifanía de Leopold Bloom. […] Igualmente, Finnegans Wake puede mirarse como una vasta ampliación, que desde luego Joyce no podía concebir cuando adolescente, de la misma visión”.

¡Parnell ha muerto!

Aunque Joyce pretendió publicar tempranamente los relatos, pleitos editoriales pospusieron el proyecto hasta 1914. Gracias a ello pudo incluir “The Dead”, que es un cuento en el que revisa su relación con Irlanda, tan personal que tiene como fuente anecdótica algo que le ocurrió a su esposa, y reconocemos en la pareja de Gabriel y Greta a Nora y James. En su intento por tomar distancia de sus compatriotas va de la denuncia directa (un ustedes, los dublineses, son así) a un reconocerse como parte del paisaje. Las escrituras de Dubliners y A Portrait... terminaron por casi emparejarse. El arribo, en un caso (en ese viaje del ellos al nosotros), y el punto de partida, en el otro, fue él mismo.
A Portrait… abre con tres epifanías. La primera tiene que ver con el día en que muere el líder político Charles Stewart Parnell, y por lo mismo puede ser fechada: 6 de octubre de 1891. ¿Qué edad tiene Stephen? Diez años. Es estudiante del Colegio de Clongowes Wood, administrado por los jesuitas. Un chico abusador, Wells, lo arroja a una fosa; y como resultado de ello el jovencito se sentirá mal y terminará con fiebre en la enfermería. Nada dice a los curas de lo ocurrido, pues su padre le ha impuesto este precepto: nunca acusar a ninguno de sus compañeros, hiciese lo que hiciese. Es en la enfermería donde se entera de la muerte de Parnell.
Éste es otro leitmotiv de la obra. Hay un cuento de Dubliners, el de “Ivy Day in the Committee Room”, también ubicado el 6 de octubre, en una conmemoración de esa jornada conocida como el Día de la Hiedra. Y en Ulysses, en el capítulo del entierro de Paddy Dignam, Bloom y acompañantes se detienen frente a la tumba de Parnell, al que le llaman El Jefe, y le rinden tributo.
En un artículo publicado en Il Piccolo della Sera de Trieste el 16 de mayo de 1912, así describe Joyce la caída de Parnell: “Se enamoró locamente de una mujer casada, y cuando el marido de ésta, el capitán O’Shea, solicitó el divorcio, los ministros Gladstone y Morely se negaron terminantemente a promover medidas legislativas en favor de Irlanda en tanto el pecador siguiera siendo jefe del partido nacionalista. Parnell no apareció en las vistas para defenderse. Negó el derecho de un ministro a poner el veto en los asuntos políticos de Irlanda, y se negó a dimitir”.
Más: “Por orden de Gladstone, Parnell fue depuesto. De los 83 representantes que acaudillaba solamente ocho le permanecieron fieles. El alto y bajo clero se unió a sus adversarios para acabar con él. La prensa irlandesa vertió en Parnell y en la mujer que amaba las bilis de su envidia. Los ciudadanos de Castlecomer le arrojaron cal viva a los ojos. De condado en condado, de ciudad en ciudad, fue Parnell como un ‘ciervo acosado’, como una figura espectral con la marca de la muerte en la frente. Al cabo de un año moría de tristeza, a la edad de cuarenta y cinco años”.
Es entonces cuando Stephen escucha desde la enfermería un gemido de pena que se eleva desde la muchedumbre:
—¡Parnell! ¡Parnell! ¡Ha muerto!
La segunda epifanía ocurre ese mismo año, en diciembre, cuando Stephen asiste a su primera cena de Navidad. Los hermanos pequeños se van a dormir temprano. Se entabla un ríspido debate alrededor de Parnell. Una vecina muy persignada, Dante Riordan, celebra la actitud de los curas en contra de ese “pecador público”; el tío Charles y Simón Dedalus, el padre de Stephen, deploran lo que consideran una traición.
—¡Hijos de perra! —grita el señor Dedalus—. Cuando estuvo caído, se echaron sobre él como ratas de alcantarilla para traicionarle y arrancarle la carne a pedazos. ¡Miserables perros! ¡Y que lo parecen! ¡Por Cristo que lo parecen!
Educado por los jesuitas, el niño está en medio de todo esto y acaso no sabe aún dónde ubicarse. Y se sorprende por las reacciones de unos, los partidarios de Irlanda (su padre y el tío Charles), y la otra, Dante Riordan, defensora de los curas. A la vez, vuelve al día en que circuló en el colegio la noticia de la muerte de Parnell.
Este asunto político va más allá de ser una mera seña histórica. Joyce consideraba que la traición estaba en la raíz del modo de ser irlandés. Y ese linchamiento público conocido en su primera infancia fue a la vez una advertencia, una señal para huir de la isla tan pronto como pudiera. Stephen se siente un poco como Parnell y sabe que en Irlanda sus amigos (notoriamente Buck Mulligan en Ulysses) son a la vez sus enemigos. Tendrá que cuidarse de ellos y, para no vivir a la defensiva, alejarse.
No se detallarán aquí todas las epifanías del libro, pero al menos fíjense las tres primeras. La tercera tiene que ver con la crueldad y la injusticia que Stephen descubre en el colegio al ser reprendido por el prefecto de estudios (“¡Holgazán, haragán!”, lo acusa. Ha roto sus gafas y se le ha permitido en esos momentos no realizar los ejercicios de la clase. “Es una treta de estudiantes ya muy antigua esa”, lo acusa el prefecto.). A la vez, fuera del salón se practica cricket y los ruidos del juego (pic, pac poc, puc), puestos aquí y allá, le darán una resonancia peculiar al fragmento, un efecto musical ya utilizado en los relatos y que crecerá narrativamente en las siguientes novelas. Poc.

Novela de iniciación

Así arranca A Portrait of the Artist as a Young Man, que es, como el lector habrá advertido, una novela de iniciación o bildungsroman. Anthony Burgess (autor de un par de trabajos sobre el irlandés, Re-Joyce y A Shorter Finnegans Wake) considera que algo esencial del ejercicio novelístico es la transformación del protagonista, que haya un cambio notorio entre el personaje que inicia la historia y el que la termina, más allá del paso del tiempo y el obvio crecimiento natural.
En A Portrait… observamos cómo se conforma la personalidad del artista; como diría Ortega y Gasset, es él y su circunstancia: las vacaciones forzadas del colegio por la bancarrota paterna, las continuas mudanzas, la venturosa inscripción al Colegio Belvedere, la subasta en Cork de los bienes familiares, primeras becas y premios literarios, y cómo es atrapado por las devoradoras llamas de la lujuria: “Necesitaba pecar con otro ser de su misma naturaleza, forzar a otro ser a pecar con él, regocijarse con una mujer en el pecado”.
Los jesuitas tienen el antídoto: un retiro en honor de San Francisco Xavier, patrono del colegio. Y como figura acusadora está el padre Arnall, quien con sus virtudes oratorias hace sentir a los muchachos (a quienes se refiere todo el tiempo como “queridos hermanitos en Cristo”) como si hubieran estado una temporada en el mismísimo infierno.
En la cinta de 1977 de Joseph Strick que adapta A Portrait…, sir John Gielgud hace una magnífica interpretación del padre Arnall. El efecto de sus palabras es atemorizante para Stephen, quien luego de sus experiencias en el barrio de las prostitutas siente que está siendo juzgado. Lo que leemos de los sermones lleva a los lectores a pensar en aquello que se mueve al interior de Stephen, en el conflicto que se establece entre el deseo de la carne y la necesidad de pureza espiritual.
Las preguntas que el padre Arnall hace al auditorio parecen tener un único destinatario: “¿Por qué pecaste? ¿Por qué prestaste oídos a las tentaciones de los amigos? ¿Por qué te apartaste de las prácticas piadosas y de las buenas obras? ¿Por qué no evitaste las ocasiones de pecado? ¿Por qué no abandonaste aquella mala compañía? ¿Por qué no abandonaste aquella lasciva costumbre, aquel hábito impuro? ¿Por qué no seguiste los consejos de tu confesor? ¿Por qué, después de haber caído la primera vez, o la segunda, o la tercera, o la cuarta, o la centésima, por qué no te apartaste del mal camino y te volviste a Dios, que sólo esperaba tu arrepentimiento para absolverte de tus pecados?”
Esto podría calificarse como tortura espiritual. Y crea una suerte de suspenso: ¿cómo reaccionará Stephen ante ello? La puntilla viene cuando es llamado a la oficina del director y éste lo invita a seguir la vida religiosa. Entiéndase que en las circunstancias de Stephen, con una familia en caída libre y con un hijo mayor que ha logrado subsistir escolarmente gracias al apoyo de los jesuitas, esa propuesta solucionaría muchas cosas. La madre, por ejemplo, se ilusiona por la sola posibilidad de verlo vestido de sacerdote…
Narrativamente, y más allá de cómo concluye la novela, somos testigos de un proceso. En esas crisis el personaje define sus intereses. Rechaza los caminos que le marcan los jesuitas; y, si atendemos el manuscrito de Stephen Hero, también huye de los nacionalistas. Se resiste a servir a la Iglesia y a la patria. Pero las presiones son muchas. Dirá Stephen: “Cuando el alma de un hombre nace en este país, se encuentra con unas redes arrojadas para retenerla, para impedirle la huida. Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Estas son las redes de las que yo he de procurar escaparme”.
Se trata, pues, de un despojarse de las redes y la búsqueda de una problemática libertad. El capítulo final está escrito desde ahí; y las palabras, liberadas de esos yugos, exploran a su antojo. El artista ha encontrado su verdadera vocación y empieza a expresarse. En el aire fresco del cierre se percibe ya la energía que habrá de mover al Ulysses; quizá allí, en esas páginas, arranca la siguiente novela.

El vuelo

Aunque se intente evitar a Ellmann, hay que concluir con él. En su ensayo “El desarrollo de la imaginación” proporciona algunas claves de lectura. A Portrait…, resume, trata de la gestación de un alma. “Desde el principio el alma se encuentra rodeada de líquidos, orina, légamo, agua de mar, mareas, ‘gotas de agua —escribe Joyce al final del primer capítulo— cayendo suavemente sobre el rebosante cuenco de la frente’. La atmósfera de la lucha biológica es necesariamente oscura y melancólica hasta que el brillo de la vida es percibido.”
En el primer capítulo, sigo a Ellmann, “el alma fetal queda, durante unas páginas, individualizada sólo muy ligeramente, el organismo responde solamente a las impresiones sensoriales más primitivas, luego se forma el corazón y congrega sus afectos, el ser pugna por alcanzar una culminación no especificada, no entendida, se ve inundado de modos que no puede entender ni controlar, avanza silenciosamente hacia la diferenciación sexual”.
Más adelante, en el tercer capítulo, “la vergüenza permea todo el cuerpo de Stephen al evolucionar la conciencia; la naturaleza animal baja es puesta a un lado”. Luego, al final del capítulo cuarto, “el alma descubre el objetivo hacia el que misteriosamente había estado avanzando: el objetivo de la vida. Ya no tiene que seguir nadando puesto que ya puede salir al aire; la nueva metáfora es el vuelo”.
Y: “El último capítulo muestra el alma, completamente desarrollada, tomando fuerzas para el viaje hasta que al final está lista para partir. En las últimas páginas del libro, el diario de Stephen, el alma queda liberada de su confinamiento, su individualidad es completa, y el estilo cambia con una brutal brusquedad”.
Es, como señalé arriba, ya el estilo abierto, brutal, sí, con el que se escribirá Ulysses… y acaso también Finnegans Wake.
Algo asombroso de esa parte final de A Portrait… es que, además de que logramos atestiguar el proceso de formación del artista (al deshacerse de aquello que lo condicionaba como ciudadano y católico devoto), lo veremos en acción al crear, verso a verso, un primer poema, una villanela, a partir de una serie de estímulos casuales y recuerdos, como si fuera, así lo diría Pellicer, una inicial práctica de vuelo. En la traducción de Dámaso Alonso, este es el poema:

¿No estás cansada de ese ardiente afán,
tú, de ángeles caídos seducción?
No me evoques encantos que se van.

El corazón del hombre es un volcán
por tus ojos que dueños suyos son.
¿No estás cansada de ese ardiente afán?

Más que el fuego tus laudes altos van,
humo en el mar, desde uno a otro rincón.
No me evoques encantos que se van.


Nuestros gritos y layes cantarán
eucarísticamente la canción.
¿No estás cansada de ese ardiente afán?

Mientras las manos levantando están
el desbordante cáliz de pasión.
No me evoques encantos que se van.

Que aun, tuyos, a los ojos piedra imán,
mirar lánguido y forma plena son.
No me evoques encantos que se van.

Es como si hubiéramos visto primero un huevo en un nido, luego el cascarón que se rompe, el ave que surge torpe… y así, hasta el instante en que controla sus articulaciones y su canto, y logra enfrentarse al abismo. Así pasa con Stephen, quien en la última página de la novela sale a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de su espíritu la conciencia increada de su raza.

Enero 2017

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