jueves, diciembre 22, 2016


La penúltima batalla de Espartaco

Como si la historia fuera un reloj que activara sus propias alertas, ciertos hechos recientes nos recuerdan ese oscuro suceso del pasado estadunidense que se conoce como mccarthysmo, y que en una de sus fases más significativas, a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta del siglo XX, tuvo como protagonistas al guionista Dalton Trumbo (1905-1976) y al actor y productor Kirk Douglas… Este último, por cierto, cumplió gloriosamente cien años este 9 de diciembre; y sobrevive como el último mohicano de esos hechos.
Otras señas, además del centenario de Douglas, son la cinta Trumbo (Jay Roach, 2015), adaptación de la biografía de Bruce Cook (publicada originalmente en 1977, con edición al español de 2015); la presencia en librerías de nuestra lengua de la novela antibélica Johnny empuñó su fusil (Johnny Got his Gun, 1939, también con edición al español de 2015), de Dalton Trumbo, y del libro memorioso, escrito a los 95 años de edad, Yo soy Espartaco: rodar una película, acabar con las listas negras (I Am Spartacus!: Making a Film, Breaking the Blacklist, 2012, traducción al español de 2015), del propio Kirk Douglas…
Y un recordatorio más ha sido la sobreexposición mediática del siniestro Donald Trump, ahora (da espanto escribirlo) presidente electo de los Estados Unidos, triste actualización de ese discurso de odio que tantas tribulaciones ha causado en el país vecino, reencarnación del también siniestro (y elemental) senador por Wisconsin Joseph McCarthy.
Las iniciales D y T, que parecen llamar a Donald Trump, convocan aquí a Dalton Trumbo, como si en el juego de letras se contrastara a estos personajes antagónicos, símbolos, el primero, de una nación delirante, ahora otra vez en el poder, que se atemoriza por la invasión de otras culturas (destruyendo las libertades que dice defender, en su febril resguardo de lo americano), y el segundo del ser abierto y racional interesado en comprender al otro.
Quizá lo ocurrido entonces pueda señalarnos las vías a transitar en el futuro cercano.

¿Es usted o ha sido…?

Todo empezó… Sigamos al lúcido Kirk Douglas: “La década de 1950 fueron años de miedo y paranoia. En aquel entonces, el enemigo eran los comunistas. Ahora, el enemigo son los terroristas. Los nombres cambian, pero el miedo permanece. Los políticos exacerban aún más el miedo y los medios de comunicación lo explotan. Se benefician de mantenernos atemorizados. […] Hoy día hay quien sigue tratando de justificar las listas negras. Dicen que eran necesarias para proteger a Estados Unidos. Dicen que las únicas personas que resultaron perjudicadas fueron nuestros enemigos. Mienten. Hombres, mujeres y niños inocentes vieron arruinada su vida debido a esta catástrofe nacional. Lo sé. Estuve allí. Vi cómo sucedía”.
Douglas arranca su relato el 28 de octubre de 1947, en una de las primeras audiencias con personalidades de Hollywood citadas por la Comisión de Actividades Anti-estadounidenses “para prestar declaración sobre sus filiaciones políticas anteriores y presentes”. El temor era este: que los enemigos de Estados Unidos se hubieran infiltrado en la industria cinematográfica y desde ahí intentaran contaminar a la nación con mensajes subversivos. ¿Lo habían hecho ya?
Los primeros en ser citados fueron nueve guionistas y un director. Se les conoció entonces como Los Diez de Hollywood. En la sala estaban, además, como grupo de apoyo (representando al Comité de la Primera Enmienda), Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Gene Kelly, Danny Kaye, John Garfield y John Huston. Abrió la sesión Dalton Trumbo, entonces el guionista mejor pagado de Hollywood.
—Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios.
—Lo juro.
Presidía el comité el congresista republicano J. Parnell Thomas. El interrogatorio fue más o menos así:
—¿Es usted o ha sido miembro del Partido Comunista?
—Creo que tengo derecho a ver las pruebas que tengan que sustenten esa pregunta.
—Oh. ¿Le gustaría?
—Sí.
—Pronto lo verá. El testigo puede retirarse.
Trumbo llevaba copias de sus guiones; pidió que fueran revisados y se mostraran en ellos los puntos en conflicto… Esto fue rechazado.
—¡Este es el comienzo…! —gritó.
—¡Silencio!
—¡Este es el comienzo en Estados Unidos de un campo de concentración para guionistas!
Describe Kirk Douglas: “El oficioso cabrón de Thomas aporreó la mesa con el martillo y Dalton Trumbo fue sacado de la sala por la fuerza”.
Douglas no presenció esa escena; habrá visto la filmación de ese día o leído relatos periodísticos o testimoniales que la detallaban. Sí estuvo ahí, como ya se apuntó, la actriz Lauren Bacall, quien recrea el momento en sus memorias: “Cuando se preguntó a testigos como Dalton Trumbo si eran miembros del Partido Comunista y se negaron a responder, sencillamente ejercieron los derechos que les garantizaba la Constitución. Tampoco estaban dispuestos a contestar si eran miembros del Sindicato de Guionistas Cinematográficos. La afiliación política no era de la incumbencia de la comisión. […] Todo aquello me parecía increíble; aquel idiota sentado allí arriba, tan orgulloso de su cargo, tenía la facultad de meter a aquellos hombres en la cárcel”.
La paradoja fue que ese idiota, el oficioso cabrón, J. Parnell Thomas, manejaba una nómina oscura (en la que metió a su parentela) e iría pronto a prisión por malversar recursos públicos y evasión fiscal. En la cinta Trumbo, el guionista y el político se encuentran en los pasillos de la cárcel, y tienen el siguiente diálogo:
—Vaya, mire esto —dice Thomas, escoba en mano—. Ahora los dos somos reos.
Lo observa, incrédulo, Dalton Trumbo (Bryan Cranston) y le responde:
—Pero usted sí cometió un crimen.
Esto realmente no ocurrió, porque los destinaron a cárceles distintas.

Cacería de brujas

Las audiencias fueron un gran circo en el que hubo de todo. Se formaron, claro está, dos grandes bandos: los que se amparaban en la Constitución y rechazaban ser interrogados sobre sus actividades políticas, y tenían por ello un pie en la cárcel, acusados de desacato al Congreso; y los que respondían dócilmente y daban nombres de compañeros que, estaban seguros o suponían, eran o habían sido miembros del Partido Comunista.
En este contexto entró en crisis la amistad creativa entre el director Elia Kazan y el dramaturgo Arthur Miller. Como refiere Román Gubern en su libro La caza de brujas en Hollywood (Anagrama, 1987), Kazan aceptó, en una primera audiencia, haber militado en el Partido Comunista, pero se negó a dar nombres; luego presentó un largo escrito que, según Gubern, tenía el carácter de una confesión exhaustiva.
Relata el crítico español: “La declaración de Kazan supuso una ruptura total entre los dos hombres y Miller escribió y estrenó en enero de 1953 Las brujas de Salem (The Crucible), transparente parábola sobre el mccarthysmo. Kazan, después de una oportuna película de propaganda anticomunista, Fugitivos del terror rojo (Man on a Tightrope, 1952), realizó una película importante: La ley del silencio (On the Waterfront, 1954), con guion del también delator Budd Schulberg. La película, extraordinariamente eficaz en términos dramáticos, es una inteligente apología de la delación, que tiene como protagonista al obrero portuario Terry Malloy (Marlon Brando), que acaba denunciando al gang de indeseables que dominan al sindicato. La película apunta hacia una justificación personal y política muy evidente, y al año siguiente Arthur Miller le replicó con el inverso drama portuario Panorama desde el puente (A View from the Bridge), que puso en escena Martin Ritt, y que expresa el desprecio que Miller siente hacia los delatores”.
Un probable colofón de estas confrontaciones lo ofreció Orson Welles en 1964: “De mi generación somos muy pocos los que no hemos traicionado nuestras posturas, los que no dimos nombres de otras personas. Esto es terrible. Y uno no se recupera de ello. No sé cómo se puede recuperar uno de semejante traición, que difiere enormemente de la de un francés, por ejemplo, que fue delator a la Gestapo para poder salvar la vida de su esposa; es otro tipo de colaboración. Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas”.

Cárcel y pausa mexicana

Dalton Trumbo ingresó a la prisión federal de Ashland, Kentucky, el 21 de junio de 1950. Recibió una condena de un año, que se transformó en diez meses por buen comportamiento.
De sus días en la cárcel, le escribe a Cleo, su mujer: “La vida aquí se parece a la vida en un manicomio. El lugar es espacioso, inmaculado y muy atractivo, con grandes extensiones de césped y vistas del campo en cualquier dirección. La comida es buena, la actitud es amistosa y las restricciones no resultan onerosas. La regularidad en las comidas, el sueño y —más adelante, espero— el trabajo son de lo más relajante. Cuando me miro al espejo, estoy convencido de que las arrugas del trabajo y la tensión se están desvaneciendo y que parezco mucho más joven que hace dos semanas. Tras veinticinco años de trabajar intensamente, la repentina abolición de toda responsabilidad le proporciona a uno cierta sensación de alivio casi tonificante: una renuncia total a la responsabilidad personal y una plácida aceptación de las normas y requerimientos de la institución, ninguno de los cuales se sale de lo razonable”.
Luego de salir de prisión, varios guionistas de la lista negra optaron por cambiar de oficio o huir de los Estados Unidos. Algunos creyeron que encontrarían en México un territorio propicio para su trabajo; es decir, intentaron integrarse a la industria cinematográfica del país vecino. Se conformó así, en el Distrito Federal, una pequeña comunidad de enlistados, que tuvo su primera sede en el Hotel Imperial. Esa etapa mexicana no aparece en la cinta sobre Dalton Trumbo, sin la cual no se entiende un guion como El niño y el toro (The Brave One, Irving Rapper, 1956), filmada en gran parte en la Ciudad de México, pero sí la detalla Bruce Cook en su biografía.
¿Qué hizo Dalton Trumbo por estos lares? Lo datos los proporciona su biógrafo: alquiló una “mansión de mármol” en Lomas de Chapultepec; se hizo coleccionista de arte prehispánico; sus hijos fueron inscritos en la Escuela Americana… Para ellos, la vida en México no era cara y podían darse incluso el lujo de tener servidumbre. No obstante, no consiguió insertarse en el medio cinematográfico. Mas ocurrió que su amigo Hugo Butler lo fue introduciendo, poco a poco, en la fiesta brava. Y una tarde en la Plaza México asistieron al indulto de un toro.
Cuenta Cook: “Esas tardes de toros, y en particular aquella en la que fueron testigos de un indulto, fueron las que dieron a Trumbo la idea para un guion original, para el que muy pronto empezó a tomar notas. El indulto (literalmente, un perdón) es un veredicto de clemencia que la multitud dicta en la corrida sobre un toro que ha luchado mostrando una bravura especial. La multitud hace al matador la señal de que el toro ha de salvar la vida sacando sus pañuelos y agitándolos vigorosamente. Es todo un espectáculo, y Trumbo supo cuando lo contempló que serviría para una maravillosa escena climática. Empezó a investigar para el proyecto con esa especie de meticulosidad tan suya, leyendo cualquier libro sobre la materia que pudo encontrar en inglés y haciendo preguntas y más preguntas a todos cuanto sabían algo sobre las corridas de toros y la cría de toros de lidia”.
Al estar enterados del proyecto, los Hermanos King, principales empleadores del que funcionaba ya como guionista enmascarado, le pidieron que continuara. El resultado es una extraordinaria película de ambiente mexicano que en su parte final sucede en la Ciudad de México y, sobre todo, en la plaza de toros.

El prestanombres

Antes de saber la historia de Dalton Trumbo, parecía una buena ocurrencia argumental, la invención a posteriori de un héroe, lo contado en la cinta cómica El prestanombres (The Front, Martin Ritt, 1976, también conocida en español como La tapadera), en la que un grupo de guionistas incluidos en las listas negras acuerdan presentar sus trabajos bajo un nombre común, y para ello contratan a un empleado semianalfabeta de un restaurante (interpretado por Woody Allen), quien se vuelve célebre por la calidad y riqueza de sus libretos. Será, en Hollywood, el escritor de moda.
Mas el héroe existió. Trumbo actuó astutamente: se propuso hacer precisamente aquello que le estaba prohibido, atacar por ese frente, y redactó guiones y guiones, muchos de ellos para películas de bajo presupuesto (por lo que el salario era también menor y había que trabajar casi a destajo), que fueron acreditados a varios seudónimos, y convenció a sus amigos de que hicieran lo mismo. Se creó una maquinaria alternativa que terminaría por diezmar, a fuerza de buenas historias, al mccarthysmo. Llegó a ocurrir que lo mejor del cine de esos tiempos fue hecho por escritores fantasmas.
Bajo ese esquema Trumbo ganó dos premios Oscar: uno por Vacaciones en Roma (Roman Holiday, William Wyler, 1953), con el guion acreditado a su amigo Ian McLellan Hunter; y el otro por El niño y el toro, que firmó como Robert Rich.

“Yo soy Espartaco”

La notoria, aunque subterránea, actividad frenética de Trumbo, sobre todo luego del triunfo de Robert Rich en la ceremonia del Oscar, llevó a que apareciera por su casa el actor y productor Kirk Douglas, entonces en el proyecto de Espartaco (a partir de la novela de otro enlistado, Howard Fast), con un argumento muy adecuado a la personalidad del guionista: el esclavo que logra poner en crisis a un imperio.
Cuenta Douglas: “A menudo lo encontraba trabajando en la bañera. Tenía un tablero de madera atravesado en la parte superior que cubría sus vergüenzas y le proporcionaba un espacio sobre el que colocar la máquina de escribir, un cenicero y un vaso de bourbon, siempre presente”.
En las conversaciones con Trumbo, éste habló de que siempre había querido tener un loro; se lo regaló el actor… Y el loro se integró al extravagante paisaje de la bañera.
En términos de la producción, y para no provocar alertas, a Dalton Trumbo se le llamaba Sam Jackson. “Fiel a su prestigio”, sigo a Douglas, “Trumbo producía unas páginas de guion deslumbrantes a un ritmo fenomenal. Su prosa parecía poesía. Las páginas eran tan buenas que tardé varios días en reparar en que prácticamente estaba escribiendo todo en forma de diálogo. ¿Dónde estaba el resto del guion?”
Previendo ese desconcierto, entre los papeles anexó Trumbo esta nota: “Sé que estarás alarmado, pero no hay necesidad. La única forma que conozco de escribir un guion es hacerlo solamente con diálogos, de principio a fin. Luego, hago primeras correcciones. Después, completo el guion, es decir, lo relleno con detalles de tomas, descripciones y acciones”.
Fueron muchas las complicaciones de la cinta Espartaco, en las que aquí no me detendré. Menciónense, al paso, el cambio de director (de Anthony Mann a Stanley Kubrick), el duelo de egos entre actores shakespearianos como Charles Laughton, Laurence Olivier y Peter Ustinov, el crecimiento desmedido del presupuesto (que fue de los cuatro millones de dólares a casi diez)… Y estaba el riesgo de haber contratado a un enlistado: “La revelación de que Dalton Trumbo participaba en Espartaco podría haber supuesto que cancelaran por completo la película”.
Douglas reflexionaba: “Claro que las listas negras están mal. He dedicado meses a pensar cuál puede ser la forma de acabar con ellas. Se puede utilizar un nombre falso o una tapadera, y no pasa nada. Pero si utilizas el nombre auténtico del guionista, te metes en líos. Es ridículo, pero ese no es el tema. Si hago alharacas, quizá perdamos todo: la película, la empresa, mi carrera… todo. No podemos correr ese riesgo”.
Aunque a media producción, Dalton Trumbo recibió la promesa de que su nombre volvería a aparecer en la pantalla.
—No voy a decirles que tú estás escribiendo esta película. Eso podría hacer saltar todo por los aires. Pero cuando esté enlatada, no sólo voy a decirles que tú la has escrito, sino que pondremos tu nombre en los créditos. No el de Sam Jackson, tu nombre, Dalton Trumbo, como guionista exclusivo.
Y así fue. La cinta se estrenó el 6 de octubre de 1960 en el DeMille Theatre de la ciudad de Nueva York. Quizá esa pueda ser considerada como la fecha de muerte del mccarthysmo.

Tiempo de maldad

Según Román Gubern, puede afirmarse que la historia del mccarthysmo tiene un cierre feliz para gran parte de sus protagonistas. Dalton Trumbo parece encarnar ese trayecto que va del ostracismo injusto a su sonado regreso a la luz pública. Incluso podría decirse que los malos de la película, como J. Parnell Thomas o Joseph McCarthy, recibieron su merecido. Hoy nadie los mira como héroes.
¿Es esto así? ¿Se trata realmente de una historia con final feliz? Quizá no. Por un destino positivo hay decenas de vidas arruinadas. La cancelación abrupta del empleo implicó variados desastres domésticos: pérdida de inmuebles, separaciones, enfermedades, exilios forzados (como el de Charles Chaplin, quien abordará el tema del mccarthysmo en Un rey en Nueva York)... Trumbo tuvo la oportunidad de hacer un ajuste de cuentas con esa época cuando fue reconocido, el 13 de marzo de 1970, por el Sindicato de Guionistas con el Laurel de Oro. Pero lo hizo a su manera.
Dijo entonces: “Supongo que más de la mitad de nuestros miembros no tiene memoria de la lista negra, ya que eran niños cuando comenzó, o ni siquiera habían nacido. A ellos sólo quiero decirles lo siguiente: que la lista negra fue un tiempo de maldad y que nadie, en uno u otro lado, sobrevivió indemne a esa maldad. Atrapados en una situación que excedía el control de los simples individuos, cada uno reaccionó según lo que su naturaleza, sus necesidades, sus convicciones y sus particulares circunstancias le impulsaron a hacer. Hubo buena y mala fe, honestidad y deshonestidad, valor y cobardía, egoísmo y oportunismo, sensatez y estupidez, todo lo bueno y todo lo malo en ambos lados; y casi todos los involucrados, independientemente de dónde se situaran, combinaron algunas o todas esas actitudes antitéticas en su propia persona, en sus propios actos”.
Y más: “Cuando ustedes, que rondan la cuarentena o son incluso más jóvenes, vuelvan la vista con curiosidad hacia esos oscuros tiempos, como yo creo que deberían hacer de vez en cuando, no deben buscar villanos o héroes o santos o demonios, porque no los hay: sólo hay víctimas. Unos sufrieron menos que otros, algunos crecieron y otros se apagaron, pero en el cómputo final todos fuimos víctimas, porque, casi sin excepción, cada uno de nosotros se vio obligado a decir cosas que no quería decir, a hacer cosas que no quería hacer, a asestar y recibir heridas que no se querían asestar ni recibir. Por eso ninguno de nosotros —derecha, izquierda o centro— resurgió de esa prolongada pesadilla sin pecado”.
Esa certeza salomónica o cristiana, según la cual todos fueron víctimas, no convenció a los que vivieron con Trumbo la pesadilla del mccarthysmo. Y no convencerá, en el presente o en el futuro, a quienes sufran nuevas represiones. ¿Los verdugos también serán victimizados? A propósito de todo esto, Kirk Douglas recuerda lo que Marco Antonio dijo de César: “El mal que hacen los hombres les sobrevive”.
Quizá por ello, o contra ese perdón, Lillian Hellman no dudó en calificar a esa época como un “tiempo de canallas”. ¿Serán esas las sombras que se avecinan?

Diciembre 2016

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martes, diciembre 06, 2016


Regreso a Lillian Hellman

La sorpresiva puesta en escena en el Teatro Santa Catarina, bajo la dirección de Luis de Tavira, de The Little Foxes (1939), de la dramaturga y memorialista norteamericana Lillian Hellman (1905-1984), me lleva a buscar en el librero los títulos que he reunido de esta autora y otros papeles que se han agregado en el camino; además del impulso de volver a ver la adaptación de esa pieza que realizó William Wyler en 1941, con Bette Davis y Teresa Wright como Regina y Alexandra Giddens.
Cuando se pronuncia el nombre de Lillian Hellman, es mucho lo que empieza a gravitar. Aunque se trata de una figura mayor no es muy conocida en México (con un par de títulos en el catálogo del Fondo de Cultura Económica: Tiempo de canallas —1980— y Quizás —1984—, por el momento no disponibles), y sobre todo su teatro ha sido poco visto en estas latitudes… Incluso las adaptaciones a la pantalla de sus libretos no han tenido gran suerte entre nosotros; se cuenta, por ejemplo, de La hora de los niños (The Children’s Hour, William Wyler, 1961) que en la exhibición mexicana la censura le cortó un trozo, justo en aquella parte (la confesión de un amor imposible de realizarse) que explicaba el drama final de la historia, y supongo que la gente en las salas cinematográficas se quedó atónita, sin entender exactamente qué había sucedido.
Tal vez se tuvo una imagen menos difusa de la escritora cuando Jane Fonda la personificó en la cinta Julia (Fred Zinnemann, 1977), a partir de Pentimento (1973), uno de sus títulos memoriosos. De éstos, ya hemos citado un par: uno Tiempo de canallas, cuyo título original es Scoundrel Time, de 1976, revisa su valerosa postura en el mccarthysmo; y Quizás, en inglés Maybe, se publicó en 1980. Anterior a todos ellos es An Unfinished Woman (Una mujer inacabada), de 1969, del que hay una edición española de 2005 (Ediciones JC). Y de Pentimento conservo un ejemplar, también de España, de 1981 (Argos Vergara).
Los relatos autobiográficos explican sucesos que están en su teatro, y enriquecen así aquello que vemos desarrollarse en el foro (como intentaré detallar más adelante)… No tengo noticia de que el teatro de Lillian Hellman haya sido traducido al español, lo que es una enorme laguna (y una asignatura pendiente). En el programa de mano de la obra que se presenta en el Teatro Santa Catarina, la “versión” se acredita a José María de Tavira y Luis de Tavira, y es de suponer que partieron del texto en su idioma original.
Aunque hay un antecedente: la puesta que de The Little Foxes realizó José Solé en 1968. Uso el título en inglés porque se ha llamado en México de dos modos: Los zorros en 1968 y Pequeños zorros en 2016. Como se le conoce en español a la película de 1941 es harto extravagante: La loba, y uno se pregunta cómo esos zorros, grandes o pequeños, migraron a otra especie. Quizá el traductor pensó en aquella frase antigua que nos dice que el hombre es lobo del hombre…
La puesta del 68 formó parte del Programa Cultural de la XIX Olimpiada. Se estrenó en el Teatro de los Insurgentes el 30 de mayo con un reparto sorprendente: Carmen Montejo y María Montejo como Regina y Alexandra Giddens, Arturo de Córdova como Horace Giddens, Marga López como Birdie Hubbard y Carlos López Moctezuma en el papel de Benjamin Hubbard. La traducción, por cierto, es acreditada a Lew Riley, que fungió como productor.
Hay una reseña del estreno de Rafael Solana (Siempre!, 12 de junio de 1968), que inicia así: “Enorme expectación, y mucha simpatía, mucho cariño, por ver el debut teatral, algo tardío, de Arturo de Córdova, en el teatro de los Insurgentes, lleno a reventar, en una de esas atronadoras premiéres de las que sólo allí (y en casa de Fela Fábregas) se tiene el secreto; todo México allí desde don Fernando Soler, a pesar de que era el día de su santo, y Dolores del Río, que fue hasta las primeras filas para saludar a la mamá de Arturo, tal vez algo nerviosa por la presentación de su hijito, hasta el arquitecto Óscar Urrutia, el licenciado Casellas y otros grandes personajes olímpicos, pues el acto estaba dentro del programa de la Olimpiada Cultural (pero no vimos a Coccioli, lo que nos pareció de buen augurio, pues parece que él no acierta sino a lo malo). Todos teníamos las manos preparadas para tocar una ovación cuando apareciera Arturo; pasó el primer acto, y no apareció; pero se oyó la llegada de unos caballos, y el rumor corrió por toda la sala: ahora. Y, efectivamente, Arturo entró. La ovación duró un largo minuto. A Carmen Montejo, en el acto anterior, la habíamos aplaudido 20 segundos, y a Marga López diez”.
Luego de detenerse en nimiedades, como el que no se hayan ensayado las gracias de los actores al final de la pieza (éstos salieron en forma desordenada a recibir el aplauso), Solana revisa el desempeño del grupo: “Porque no nada más Arturo está muy bien, la gente va a pagar veinticinco pesos, no porque se trate de un reparto numeroso, o de muchos decorados caros, ni porque haya orquesta (sólo hay pianista) sino porque en el programa aparecen cuatro nombres eminentes; y estos cuatro artistas se justifican. Marga López, que por amor al arte (digamos) aceptó un papel que no es principal, lo dibuja, lo saca con exactitud admirable, muy sentido, muy bien dicho, muy con el alma; Carmen Montejo, que ahora sí ya llegó al apogeo de su carrera, y que está lista para hacer todos los grandes papeles que hizo la Montoya (sobre todo los odiosos) está, además de estupendamente vestida (por Armando Valdés Peza) insuperable de gesto, de autoridad, de amargura; se hace aborrecible, como en las telenovelas. Cuando sepa mejor la parte dejará de cometer las pequeñas erratas de texto que cometió. Y Carlos López Moctezuma, que liga, como sólo él sabe hacerlo, lo odioso de un personaje cruel a lo humorístico de una interpretación algo irónica, está excelente también, como hacía tiempo no lo habíamos visto en teatro; pero también rayan a notable altura María Montejo, que actuó con gran sinceridad, con mucha fuerza; Enrique Pontón (nuevo para nosotros), que supo imprimir gran energía a su personaje; Rubén Calderón, por primera vez en un papel de esta importancia; y Zamorita, muy simpático. Freddie Fernández, en el papel del hijo estúpido y perverso, sólo dio la estupidez, pero no la perversidad, y Lupe Suárez, de quien comentaban algunos espectadores que más bien parecía anunciar las censadurías Aunt Jemina, se mostró algo convencional en un papel que ya otras veces le ha dado éxitos de público. ‘Esto sí es teatro y no fregaderas’, comentaban algunos del público, a pesar de que tenían muy cerca a Alexandro. Un teatro algo antiguo (la defensa que hace Emilio Carballido, en el programa de la obra, no parece muy convincente), como lo son también La enemiga y en menor medida, La soñadora, que han sido grandes éxitos en el mismo local; pero teatro sólido, bien armado, bien hecho, soberbiamente presentado. Muchas razones hay para que se sostengan Los zorros en el Insurgentes... hasta que Arturo aguante”.

El rigor de Luis de Tavira

La puesta actual universitaria no tiene ese glamour de los grandes nombres, pero sí el rigor que suele imprimir a sus trabajos Luis de Tavira… No soy crítico ni practicante teatral, como sí lo fue Solana, por lo que fallaría al hacerme pasar como tal y calificar o descalificar el trabajo de los actores. Fui a ella por mi frecuentación de la obra de Lillian Hellman y como oportunidad única de ver una de sus creaciones en tiempo real, que es donde, supongo, pasan la prueba los grandes dramaturgos. La obra está dividida en tres actos de cincuenta minutos cada uno, aproximadamente; y cada acto es una pieza maestra. La actriz Stefanie Weiss hace una gran Regina, mujer extraviada en la locura de la ambición, con increíbles matices en el rostro; y Ana Clara Castañón, como Alexandra, logra mostrarnos ese proceso que va de la inocencia total a la certeza de lo que se resquebraja, por el modus vivendi de una familia depredadora, y del papel que ella debe jugar en esa historia.
Antes de empezar, tuve un breve diálogo con el escenógrafo Alejandro Luna, que tenía noticia de la puesta del 68 (aunque recordaba el título en femenino, Las zorras) y revisó con curiosidad el programa de mano que le mostré, con fotografías que dan una idea clara de lo fastuoso de aquella representación (uno de los momentos estelares de la Olimpiada Cultural); aquí Luna, en su investigación, intentó ser más sobrio, pues se describe a una familia sureña de un pequeño poblado que no abarca más de cuatro cuadras, dedicada ésta a enriquecerse o en proceso de volverse millonarios, y no se podía exagerar con lo costoso de los muebles o el lujoso vestuario.
En ambos casos, la escalera debía tener un papel principal: en ésta muere uno de los protagonistas; y por ahí asciende Regina (loba o pequeña zorra) en su conquista de la oscuridad. Es escalera al cielo o al infierno.
Las raíces de la historia están en la infancia de Lillian Hellman y los contrastes entre las familias paterna y materna. Rechazó a estos últimos, los Newhouse, originarios de Demópolis, Alabama; mas el modelo de Regina no es la madre de Lillian, Julia, sino la abuela, Sophie Newhouse, de la que dice en Una mujer inacabada: “Sus hijos, sus criados y todos sus parientes, a excepción de su hermano Jake, le tenían miedo, y lo mismo me sucedía a mí”.
Recuerda que en las reuniones de los Newhouse se hablaba de quién tenía más dinero, quién era derrochador, quién heredaría que… “Más que una reunión familiar parecía una comida de ejecutivos en la que mi abuela ocupaba la vicepresidencia.”
Los Newhouse son los Hubbard, pues; y Benjamin, el más hábil en los negocios (aunque es derrotado en la obra por su hermana Regina), sería el tío Jake de Lillian Hellman, “un hombre de personalidad fuerte” que “disfrutaba humillando a los demás”. Refiere un desencuentro (al cumplir ella quince años de edad por su graduación él le regaló un anillo costoso, que Lillian empeñó para comprar libros), luego de lo cual el tío Jake le dijo algo que ella incorporó a The Little Foxes: “Veo que tienes coraje, después de todo. Casi todos los demás tienen horchata en las venas”.
Los Hellman, en cambio, eran “libres, generosos y divertidos”, como los Giddens de la pieza.
Finalmente, refiere la dramaturga: “Ese conflicto interno fue desapareciendo cuando finalicé y archivé The Little Foxes; de hecho, también se desvaneció la sombra de la familia de mi madre”.

Dos tribus

El tema está ahí: la confrontación entre dos tribus. Unos buscan enriquecerse a toda costa, pagan bajos sueldos a los negros que explotan, corrompen a quien se ponga enfrente, incluso gobernadores, y no les importa si destruyen su entorno (“Cacen a los zorros”, dice la Biblia, “a los pequeños zorros que arruinan nuestros viñedos, porque de nuestros viñedos saldrán uvas”); y los otros creen que las cosas pueden hacerse de una manera distinta. En el duelo, la parte aparentemente más frágil, la joven Alexandra, va comprendiendo de qué se trata todo, qué es lo que está en juego, y al final define su destino.
Es cierto lo que me comentó Alejandro Luna: el gran defecto de la cinta hollywoodense es haber inventado una trama paralela, una historia de amor entre Alexandra y un joven periodista, David Hewitt, quien será el que rescate a la damita de esa jaula de pequeños zorros… En la obra original eso no está: ella sola, o ella y su nana negra, Addie, toman la decisión de huir.
Aunque William Wyler se especializó en llevar al cine las obras de Lillian Hellman, pocas veces lo hizo bien. Con la primera, The Children’s Hour, cometió una traición tremenda: la versión dramática trata de una niña a la que se le ocurre inventar que sus maestras se aman, lo que escandaliza al pueblo y destruye la vida de las tutoras; en la primera adaptación de Wyler (These Three, 1936), la niña asegura que ellas están enamoradas… del mismo tipo, y eso dispara una extraña comedia de enredos.
Décadas más tarde, William Wyler pudo limpiar su nombre en la cinta de los años sesenta que en español fue bautizada como La calumnia, y filmó la pieza más o menos como estaba armada (según el consejo de Hitchcock: si tienes una buen libreto teatral, no lo modifiques, fílmalo tal cual es), con extraordinarias actuaciones de Audrey Hepburn y Shirley MacLaine. Así, además, rescató a Lillian Hellman, que había sido señalada como antiamericana por el senador Joseph McCarthy, y alejada por ello (lo mismo que su compañero Dashiell Hammett, que incluso estuvo en la cárcel) del trabajo cinematográfico. “A pesar de su estatura literaria”, escribe Garry Wills en el prólogo de Tiempo de canallas, “Lillian Hellman se nos presenta como una heroína extraña de esa época desgraciada, una mezcla de niña malcriada y dama sureña, atemorizada pero desafiante.”
Lo destacable del filme The Little Foxes son las actuaciones, pues el director se apoyó en quienes participaban en la puesta de Broadway y tenían dominados sus roles. Las únicas incorporaciones fueron Bette Davis y Teresa Wright, quien ahí debuta. Dos años más tarde (Shadow of a Doubt, Alfred Hitchcock, 1943), ésta hará un papel muy similar al de Alexandra Giddens: en un caso, la joven quebradiza se enfrenta a su madre, Regina; y en el otro, la identificación romántica con el tío (Joseph Cotten) la lleva a descubrir que éste es un asesino de viudas e igualmente lo confronta. Dos aprendizajes dolorosos: el mal social, allá; y el mal a secas, sin mayores adjetivos, acá. Curioso que en los dos casos se tenga el apoyo de dramaturgos, como adaptación directa, primero, de la obra de Lillian Hellman, y la asesoría en la confección de la historia de Thornton Wilder, después.

Dash y Lilly

En Pentimento, Lillian Hellman detalla el proceso creativo de la pieza. “Diez de las doce obras de teatro que he escrito están relacionadas con Hammett”, dice, “pero The Little Foxes fue la que más dependió de él”. Y: “The Little Foxes fue la obra más difícil que haya escrito nunca. Me sentía torpe en los primeros borradores, metiendo y sacando personajes, ornamentándola, decorándola, sintiéndome más y más débil a medida que echaba al cesto escenas y luego actos y luego la obra completa”.
Cuenta que hasta el octavo borrador Hammett, su crítico de cabecera, le dijo que la obra parecía ir mejor; y sólo le sugirió que eliminara los “chismes de negritos”. (Con el personaje de Addie hace la escritora un homenaje a su querida nana Sofronia, a la que defendió un día, en el autobús, cuando Lillian le pidió que se sentara junto a ella cerca del chofer, adelante, cuando a los negros debían ocupar la parte trasera. “Ella es más importante que todos ustedes”, les decía Lilly a chofer y pasajeros, mientras eran bajadas del transporte.)
Para Lillian Hellmann, The Little Foxes le significó mirarse en el espejo: “Me sentí inquieta, enfermiza, escarbando los escasos recuerdos que habían formado el material consciente y semiconsciente para la obra. Había querido burlarme a medias de mi propia inocencia juvenil de chica del instituto en Alexandra, la muchacha de la obra; había querido que fuera algo de lo que la gente se riera, le despertara cordialidad hacia la triste y débil Birdie, pero con toda seguridad no había querido que lloraran; había querido que el público se reconociera en parte en los Hubbard dominados por el dinero; no había querido que la gente los considerara unos villanos con quienes no tenía relación alguna”.
La obra se estrenó en Broadway, en el Nederlander Theatre, el 15 de marzo de 1939, con Tallulah Bankhead como Regina. Ese papel ha sido interpretado en los escenarios por Simone Signoret, Anne Bancroft y Elizabeth Taylor, entre otras.
Con esta historia familiar creó Lillian Hellman un mecanismo sofisticado en el que se ponen en juego dos maneras de entender la convivencia humana, constructores de ciudadanía unos, destructores voraces otros. En el programa de mano de la nueva puesta, José María de Tavira propone a Donald Trump como “heredero de los enemigos victoriosos de Hellman”, lo que está muy bien, pero acaso no se tiene que ir tan lejos. Habría que colocar en el reproductor el viejo DVD de la cinta de William Wyler y leer, al comienzo del filme, esta advertencia: “Los pequeños zorros han vivido en todo tiempo y en todo lugar”, pues también están entre nosotros.

Noviembre 2016

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