martes, febrero 09, 2010




Un texto de 1996 sobre Hebras, de Esther Seligson

Uno de los primeros recursos de la crítica literaria, al intentar describir la obra de Esther Seligson, es apelar a su rareza, su marginalidad. A esto se llega por contraste. Los medios masivos de comunicación han creado el sobreentendido de que lo sencillo es "verdadero", y lo en apariencia difícil se torna "extravagante", es decir: "que se hace o dice fuera del orden o común modo de obrar" (si acudimos al diccionario). A alimentar el lugar común colabora buena parte de los reseñistas: por una confesada flojera profesional se dicen interesados por las obras inclasificables —que sin embargo los obligan a estudiar— pero sobre todo celebran como refrescantes los escritos anecdóticos, ligeros, periodísticos... Los autores se han visto igualmente entrampados en esta doble vía entre lo pensado y lo impensado, y ahora sueñan con escribir "best-sellers cultos", que es como querer invadir un campo militar para convertir en pacifistas a los soldados. Llamar "difíciles" a los libros de Esther Seligson es, por tanto, volverse cómplice de ese gusto por la medianía. José María Espinasa, en el prólogo a Tríptico (1993), apunta: "Por eso [la de Esther Seligson] es una literatura difícil, porque pide ser leída con las mismas exigencias con que fue escrita".
¿Hasta qué punto el gusto ha variado para hacer fácil lo que nada dice y difícil lo que sí comunica? La distinción no funciona si entendemos que la literatura no se rige sólo por el ejercicio de la razón —o que no viene necesariamente del ser que actúa en el día, digamos— pues hay una carga emotiva —nocturna— que es quizá su real sustento. En alguna parte de Hebras (1996), de Esther Seligson, se apunta: "La verdad no es una razón, es una pasión [...], y lo menos razonable del hombre es su ser verdadero".
Es claro que en el contexto actual las obras insignificantes suelen alcanzar enormes tirajes y ser celebradas como piezas sublimes, y los libros que apelan a un verdadero diálogo con el lector ven la luz en editoriales que se ha dado en llamar marginales y tienen por ello muy pocos lectores. El nombre de la microempresa que publica Hebras es afortunado: Ediciones sin Nombre. Lo que "dice" es lo que no tiene nombre. La marginalidad es entonces el modo como la sociedad tiende a distanciarse de aquello que mejor la retrata. Por tanto, le será difícil a alguien acostumbrado a palabras sin voz enfrentarse con textos que van un poco más allá de la información diaria. Lo extraño es que los críticos anhelen la ligereza, y se espanten ante las obras que por fin los obliguen a realizar un mínimo esfuerzo intelectual, emotivo.
¿Qué energía puede implicar enfrentarse a un párrafo como el siguiente?: "Uno vive el dolor con cierto gozo. Tú lo sabes. De otra manera no lo aceptaríamos tan generosamente. Y quizá haya amores que amamos sólo porque duelen, porque te van desollando con tal sutileza que terminas por no distinguir el sufrimiento del placer que en realidad te provoca".
Tal vez acá no haya dificultad sino intensidad.
Si la autora de Hebras entiende que lo menos razonable del hombre es su ser verdadero, esto se convierte en una suerte de arte poética. Para entrar a terrenos del ser verdadero debe indagarse así en lo irracional, lo misterioso —que no necesariamente es falta de claridad, el misterio suele ser claro—, lo mítico. Los textos reunidos en Hebras siguen un camino que lleva varias estaciones. Dar una bibliografía completa tal vez no es posible, en parte por el mismo mal de que los libros de Esther Seligson han sido acusados de difíciles y condenados muchas veces a editoriales de vida efímera. A saber, Esther Seligson ha publicado lo siguiente: Tras la ventana un árbol (1969), Otros son los sueños (1973), Vigilia del cuerpo (1977), De sueños, presagios y otras voces (1978), Luz de dos (1978), Diálogos con el cuerpo (1981), La morada en el tiempo (1981), Sed de mar (1987), Indicios y quimeras (1988), Isomorfismos (1991), además de tomos de recopilación de ensayo literario o reflexión sobre el teatro. En Tríptico (1993) reunió Otros son los sueños, Diálogos con el cuerpo y Sed de mar. También es traductora, y se ha ocupado de un autor que asume acaso sus mismos riesgos: E. M. Cioran.
Como Cioran, hay que decirlo, Esther Seligson tiende a lo fragmentario. Las tres primeras secciones de Hebras juegan con lo breve: poema en prosa, aforismo, epifanía... En estas secciones también hay ecos de Equinoccio (1946), de Francisco Tario, sobre todo en la revelación descarnada, el dardo mortal. Cuatro ejemplos.
Uno: "'No', diré a la hora de mi muerte, 'no he sido, Oh, Dioses, justa, ni pesa mi corazón como una ligera pluma.' Mas tampoco diré que fue mi alma pecadora.”
Dos: "Pasión que no deviene ternura, engaño es o calentura".
Tres: "Se dedicaba a sus ejercicios de humildad con ejemplar soberbia".
Y cuatro: "Y diez minutos antes de la hora acordada para la cita, el intelectual decidió barrer las hojas secas que los aguaceros habían acumulado sobre el techo de la casa y obstruían los desagües. No tanto porque la esposa llevaba semanas insistiendo en que lo hiciera, sino porque, finalmente, y si bien quien lo esperaba era 'el amor de su vida', no estaba dispuesto, con la fuga, a perder su valiosa biblioteca".
Estas secciones iniciales —"Travesías", "Sirenas melodiosas y voraces" y "Hebras"— cubren apenas treinta páginas del libro. El resto —de la página 35 a la 148— está formado por "Naturaleza muerta" (serie de relatos/retratos) y "Jardín de infancia" (indagación por las figuras familiares). Hay, en esta parte narrativa, dos intenciones. En "Naturaleza muerta" se trata de atrapar destinos diversos; hay, por tanto, juego de voces, cambio de estilos. Queda la impresión de haber observado un paisaje mural, o de haber transitado por una calle en que muchas culturas se cruzan. La autora se toma licencias que en otros trabajos suyos no atrevía. En el relato "El Meteoro" desliza, incluso, ecos rulfianos: "¿Quién lo hubiera dicho si todo se durmió tan tranquilo, tan quitado de la pena, tan como siempre? Pero así suceden las cosas, de un de repente y en un santiamén, sin acierto ni concierto, nomás porque sí, pa destantearnos no sea que olvídenos ónde estamos y pa qué vinimos, como dijo el señor cura, castigo de Dios por nuestros pecados y desatinos, pero como nos ama no nos deja de su mano y así nos dispierta y abre los ojos. ¡Pues bendito Dios qué desastre aquello!"
Si en "Naturaleza muerta" se trata de atrapar destinos, en "Jardín de infancia" se va en busca de un destino personal. Para ello se escarba en las raíces, las herencias: lo que uno recibe, lo que uno da.
La búsqueda es dolorosa desde la apertura: "Y no puedo contemplar sin irritación, todos los domingos, en la otra orilla de la mesa, el modelo de donde salí y del cual saqué todos mis defectos, mis errores, mis insuficiencias, las irrupciones de mi sensibilidad; todo lo que en mí deploro está inscrito ahí, en ese rostro envejecido, en ese retrato anticipado de mí misma; es inclusive contra esos defectos expuestos en mi madre que yo misma me he construido durante veinte años..."
Y las conclusiones, en esa primera inmersión, son igualmente terribles: "Yo imploré parir sólo varones para no prolongar esa sombra de luna en el cuerpo de ellos, devorante, plañidera, y deshabitarlos de sí mismos".
Lo anterior recuerda a Horacio, según la evocación que de él hace Salomón de la Selva, pues...

Horacio renunció, por amargura,
a la paternidad,
sumido en la vergüenza,
sintiendo por su padre una inefable
compasión dolorosa
como la moza fea que a la madre,
a quien no obstante adora,
culpa de haberle dado triste herencia.

El dolor es el comienzo. Y la constante: "¿Por qué parecía el amor abrirle más sus heridas? ¿Qué surcos oscuros transitaba donde queriendo dejar semillas dejó llagas?" Pero hay otros registros. Cuando la maternidad parece más creación de sombras que de luz surgen, a contracorriente, los destellos de la infancia, los asombros: "Todo, ahora, por complejo o sencillo que sea, requiere y llama tu atención".
¿Dónde termina el camino de Hebras? Los filos emotivos por los que se ha transitado devienen en una alegoría, "La fuente de las palabras", que cierra y abre al mismo tiempo el libro. Lo define y le da fin: "Mentira que todos los caminos lleven a alguna parte. ¿Qué me dices de estas vías truncas, truncadas, sin principio ni fin? ¿Qué vas a encontrar delante si todo lo ignoras de ti?" Y: "Aquello que desconoces de ti mismo es lo que te impide amar".

1996

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lunes, febrero 08, 2010

sábado, febrero 06, 2010

Luis Leal, al otro lado del Río Bravo

En una reunión en torno al género del cuento ocurrida en Morelia a mediados de los años ochenta (del siglo pasado), coincidieron Luis Leal y Seymour Menton, especialistas en la literatura latinoamericana y seguidores obsesivos, desde el otro lado del Río Bravo, de las letras mexicanas. Aceptaron un “cara a cara” al margen del encuentro de escritores en que participaban, que se desarrolló en los descansos en el hotel, en largas sobremesas en donde expusieron, con pasión y buen humor, sus coincidencias y sus diferencias.
El diálogo no era nuevo entre ellos; como en aquel relato de Conrad de dos militares napoleónicos que entre batallas se baten en duelos inverosímiles, así eran los encuentros entre Menton y Leal, frecuentes, ríspidos y fraternos. Luis Leal nació en Linares, Nuevo León, en 1907 y, según un comunicado del INBA, murió el pasado 25 de enero a la para muchos improbable edad de 102 años. Se le conoce, sobre todo, por un tríptico pionero: Breve historia del cuento mexicano (1956), Antología del cuento mexicano (1957) y Bibliografía del cuento mexicano (1958), aunque desarrolló muchas otras investigaciones.
En aquellas jornadas en Morelia (que se realizaron acaso en 1987) Menton y Leal no solían ponerse de acuerdo, por ejemplo, si una obra era parte del realismo mágico o de lo real maravilloso o se podría definir aun dentro de lo fantástico. “Para mí, y esto, Luis, tú lo sabes, el primer relato mágico-realista en América Latina es ‘El hombre muerto’ de Horacio Quiroga”, dijo Menton, a lo cual respondió Leal: “Sí, y creo que estás completamente equivocado”. Enseguida, Menton hizo un resumen de ese relato de Quiroga resuelto, dijo, con “una falta de emoción tan completa que el lector queda totalmente asombrado”… “Sí, la frialdad, entiendo”, intervino Leal, “tú estás aplicando las ideas de Roh al post-expresionismo europeo para explicar el realismo mágico hispanoamericano. Dices ‘frialdad’. Pero lo único que una a ambas tendencias es el uso del término, no otra cosa. Son mundos enteramente distintos."
—Pero son claros los rasgos que los identifican.
—Te contradices: cómo ver frialdad en “La lluvia” de Uslar Pietri, no hay frialdad. Quien influye en Quiroga es Edgar Allan Poe más que nada, y su idea del terror. El cuento que refieres es un cuento de terror.
—No, Luis, tú hablas de la primera etapa de Quiroga, “El almohadón de plumas”… Yo usé la palabra frialdad; quizá sería mejor hablar de la total impasibilidad del narrador, condición igual aplicable a “La lluvia”: el narrador no interviene directamente en la historia, no dice lo que los personajes piensan, y ese es un rasgo definido.
—En eso sí estoy de acuerdo.
—Hay una objetividad absoluta que llega al punto de que otro nombre dado al realismo mágico en Alemania es “la nueva objetividad”. Por ello entiendo dos cosas: una objetividad total, en contraste con la subjetividad que fuera el rasgo de los expresionistas, y también atención mayor del pintor hacia los objetos.
—Me extraña, Seymour, que coincidas con Flores.
—No, Luis.
—Por ejemplo la referencia que haces a la Historia universal de la infamia es similar a la que hace Ángel Flores. En mi versión del realismo mágico lo que hago es excluir a ciertos escritores. El problema es encontrar los orígenes; yo de casualidad encontré el término “realismo mágico” en Uslar Pietri. Pero lo que digo es esto: puede haber cuentos anteriores, quizá del siglo XIX, que sean del realismo mágico pero que no conocemos, que no hemos leído. Puede ser, la historia literaria es tan azarosa, no sabemos del todo los antecedentes. Pero sí es válido precisar que se define con fuerza con Asturias y Carpentier; luego viene García Márquez.
—Hablas del realismo mágico igual que de lo real maravilloso, y las diferencias son claras incluso en cuanto al estilo: lo real maravilloso tanto en Carpentier como en Asturias o en Demetrio Aguilera Malta es una forma más bien neobarroca.
—Exacto, en cambio Borges…
—Borges no entra en lo real maravilloso, pues no participa de la forma adornada. El realismo mágico tiene en cambio un estilo objetivo, seco. Esa es la diferencia, y lo digo en mi artículo sobre Borges en que opongo el culteranismo de Góngora al conceptismo de Quevedo. Borges está con Quevedo.
—El mágico-realista tiene que crear un ambiente de misterio, y si usa el estilo de Borges no puede crearlo.
—Un ejemplo que niega tu comentario, Luis, es “El sur”.
—Mentira, este relato no tiene muchos de los elementos que tú utilizas para caracterizar al realismo mágico. Borges no describe la naturaleza, acaso se refiere a la miga de pan que le avienta el gaucho para provocarlo. En Borges no hay ninguna descripción de la naturaleza. Cuando Dahlmann va en tren hacia el sur y ve una montaña, piensa que esa montaña es más misteriosa que los cuentos de Las mil y una noches que lleva en sus manos; pero el personaje es un hombre de la ciudad, lector de cuentos fantásticos, metido en lo libresco. Por ello de pronto en esa lejanía las montañas le parecen más misteriosas que cualquier libro.
—Lo mismo cuando ve al gato en la vitrina: le parece un ser misterioso, y el gato es lo que el cisne para los modernistas. Con esa mirada inexplicable, como el cisne representa la pureza y finura del modernismo el gato encierra la síntesis del realismo mágico. Aparece en muchos cuentos de Cortázar, y la Maga, de Rayuela, claro, es una mujer felina.
En este punto Menton concluyó que a diferencia de lo real maravilloso o lo fantástico, el realismo mágico era una tendencia internacional con límites precisos, que inició en 1918 y estaba entonces en un periodo de disolución: comienza fuertemente en América con Borges y su Historia universal de la infamia y llega a su punto máximo con Cien años de soledad; a lo que Leal respondió:
—Bueno, para mí el realismo mágico no es un movimiento con límites cronológicos ni creo que haya muerto, puede dar todavía grandes obras. Es más bien una actitud ante la realidad que se tiene que manifestar dentro de la perspectiva del personaje en la obra. Un crítico inglés me preguntó hace tiempo si yo creía en el realismo mágico; eso no tiene nada que ver, su existencia no depende de mi opinión. La actitud del personaje ante la realidad determina el carácter de estas ficciones. Yo excluyo a Borges del realismo mágico, pues para sus personajes la realidad no es mágica.
Se detuvieron en algunos cuentos de Borges hasta llegar al momento en que Menton dijo:
—“El Aleph” no es mágico-realista.
—Por supuesto que no, ningún cuento de Borges es mágico-realista.
—Ahí sí discrepamos, Luis, ahí sí discrepamos.
Se habló luego, in extenso, del cuento mexicano, en donde Leal encontraba gran riqueza. “Su historia guarda momentos deslumbrantes. Desde muy joven lo he estudiado, desde que hice mi tesis doctoral en Estados Unidos. El tema no se agota y no me arrepiento de haber hurgado en él. Hace poco me interesé por la literatura chicana y encuentro, Seymour, que su mayor riqueza proviene de la tradición cultural mexicana, y del choque de ésta con una cultura opuesta, maquinal”.
Y cerró así Luis Leal esa charla: “Me gusta mucho el cuento. Alguna vez intenté la escritura, pero sólo publiqué una vez. Recientemente mis estudiantes me pidieron un cuento ‘romántico’, y yo jugué escribiendo una parodia del romanticismo: ellos nunca supieron si me burlaba o se los presentaba en serio. Creo que un crítico no debe escribir: incurrirá en los vicios que más deplora”.
En esa larga conversación, dos viajeros frecuentes de la literatura latinoamericana ofrecían relatos contrapuestos de su andar por esos vastos territorios.

Febrero 2010

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