domingo, octubre 14, 2007

El efecto Mozart

Resulta increíble descubrir cómo desde recién nacidos estamos sujetos a una serie de decisiones vitales en cuanto al consumo de productos artísticos. Como sucede en otros terrenos de la creación, en la música se hallarán por aquí y por allá versiones simplificadas de piezas maestras, bajo esa idea de que hay que reducir para consumir, pues el organismo no está preparado para un objeto redondo y completo: es como cuando en lugar de una guayaba se ofrece un puré químico, con múltiples procesos que lo que hicieron fue desaparecer el fruto natural, perdiendo en el camino casi todas sus propiedades originales. Lo que llega a la boca es, entonces, la réplica, el sucedáneo. Y nos hemos convertido en grandes devoradores de sucedáneos.
Ocurre igual en lo musical. Para “educar” a los pequeños, hay quien piensa que una sinfonía es demasiado para un bebé; y se seleccionan pasajes, se reducen los instrumentos, hasta dejar sólo el esqueleto melódico… que llamará la atención del niño por las campanitas, mas no lo preparará para atisbar la complejidad del arte, y quizá lo convierta, a la larga, en consumidor de productos masivos. Todo se facilita de tal modo que se vuelve innecesaria la gimnasia mental; y el resultado es una atrofia que nos mantendrá como zombis de por vida, atentos a la figura pop, la tele-no-verla o el programa desinformativo nocturno.
Pero hay otras propuestas. Una idea que hasta cierto punto se popularizó, aunque su práctica no sea constante, es que si se escucha a Mozart habrá un crecimiento intelectual. ¿Por qué Mozart? Recuerda Wikipedia que en 1993 la psicóloga Francis Rauscher y el neurobiólogo Gordon Shaw, de la Universidad de Wisconsin, describieron en la revista Nature “que la exposición de 36 estudiantes durante diez minutos a la sonata en re mayor tenía efectos positivos en las pruebas de razonamientos espacio-temporal”, y a partir de entonces se habla del “efecto Mozart” para designar la relación de la música sobre el comportamiento humano, y hay una amplia bibliografía al respecto y también colecciones de cd’s dirigidas a todo tipo de público. En los bebés, por ejemplo, se cree que la práctica de escuchar buena música ayuda a regular los ritmos naturales del cuerpo, reduce el estrés de la llegada al nuevo mundo, amplía las capacidades auditivas y emocionales, estimula el movimiento rítmico e induce relajación y sueño.
Una cosa es leer sobre ello y otra experimentarlo. Sin afanes científicos, una bebita de días tuvo de pronto una colección de cuatro discos digitales que ofrecían, un par, orquestaciones simples de los clásicos y de los Beatles, y el otro par versiones originales de momentos mozartianos e intérpretes profesionales del jazz ejercitándose en canciones clásicas infantiles. Hasta donde puede apreciarse, con estas últimas grabaciones se obtienen mejores resultados en lo que respecta al estado de ánimo, o grado de felicidad, y profundidad del dormir.
Posiblemente resulte un mito eso de que hay que bajar el nivel para llegar a múltiples esferas. Habría, entonces, que mantener lo artístico en su estatura más compleja, acaso por puro ánimo de sobrevivencia de lo verdaderamente humano.

Octubre 2007