sábado, septiembre 30, 2006

EL ÚLTIMO CIGARRILLO

Sería arduo intentar un catálogo de las últimas cosas. A veces los creadores se enfrentan a una obra con la conciencia de un “no va más” que puede ser tan grave como la muerte (piénsese en Nerval y Aurelia, en donde el hombre decide su destino; o en Tarkovski y Huston con sus filmes Sacrificio y Los muertos, realizados ya desde la enfermedad y contra el tiempo) o tan aparentemente sencillo, pero a la vez muy complejo, como el bloqueo de la imaginación (con Rulfo y tantos otros, esos Bartlebys de Vila-Matas), o tan simple pero a la vez desconcertante como el vacío que se crea al pasar de un cuadro a otro, de un poema a otro poema, de una a otra novela.
El poeta argentino Roberto Juarroz desecha la idea de “producción” en la poesía y concuerda con el brasileño Manuel Bandeira cuando éste escribe que hace versos “como quien muere”, con esa gravedad, con esa sustancialidad, del que transita por los límites. Apunta Juarroz: “El poema no es un desahogo barato, no es un adorno o una satisfacción hedónica, ni una causa para ganar prestigio, ni un palabrerío más en un mundo palabrero y verborrágico: el poema es algo que uno hace o se muere”.
Acompaña Juarroz estas palabras con una “voz” de su maestro Antonio Porchia: “Cuando digo lo que digo es porque me ha vencido lo que digo”.
Cada frase, cada palabra, podría en verdad ser la última. A esta conclusión llega el narrador triestino Italo Svevo al final de su vida, y de una manera que podría calificarse como tragicómica. Se había prometido muchas veces dejar de fumar, y había designado a tantos cigarrillos como los últimos (conflicto que transmitió al protagonista de La conciencia de Zeno), que al saberse en la agonía final y pedir un cigarrillo, que le negaron, lamentó: “Y sin embargo, sería en verdad el último cigarrillo”.
Le ocurrió algo similar con la escritura, pues cada novela pudo haber sido también la última, atribulado por la indiferencia crítica que rodeó, sobre todo, a sus dos primeros trabajos de ficción, Una vida y Senilidad (que alguien bautizó en español, por cierto, como La última llama). “No entiendo esta incomprensión”, decía entonces. “Pareciera que la gente no comprende. Es inútil que escriba y que publique.” Y dejó de hacerlo… hasta que conoció al joven James Joyce, que lo animó a volver a tomar la pluma, impulso que le alcanzó para concluir una novela más, “l’ultima sigaretta”.
En Sombreros para Alicia, Julián Ríos imagina a James Joyce en su lecho de muerte, en el Hospital de la Cruz Roja de Zurich aquella noche de enero, le dice a Alicia el Sombrerero Loco, “en que te tocó enjugar el sudor y las lágrimas de un huesudo extranjero que deliraba de fiebre horas después de ser operado de peritonitis”. ¿Hablaba en lenguas?, ¿en un dialecto nocturno a lo Finnegans Wake? Cree oír Alicia que dice Joyce: “¿Hay alguien que me comprenda?”
Pocas veces se tiene la fortuna de cerrar al mismo tiempo el cuento y la vida, como le ocurrió al cubano Onelio Jorge Cardoso: cuando sacó de la máquina de escribir la última cuartilla del relato breve “La presea”, leyó el texto completo marcando algunas correcciones leves, y al poner su firma algo se revolvió en su cerebro, alcanzó a gritar el nombre de su esposa (“¡Franciscaaa!”), que tejía en el cuarto contiguo, quien encontró el rostro de Onelio recargado en las teclas de la máquina de escribir.
Los signos ortográficos traducen, de algún modo, esos abismos de la escritura: la coma es en apariencia sólo una pausa para seguir en lo mismo, un descanso, lo que no respeta a veces un narrador como Laurence Sterne en su Tristram Shandy, que divaga y va a otra cosa a partir de las comas y los guiones; ni tampoco se asume de modo académico en el monólogo de Molly Bloom que cierra Ulises, en donde la coma sólo marca el ritmo de un discurrir, y no es acotación sino, en tal, caso, acostación, porque Molly está en la cama, repaso o reposo del lenguaje.
El punto y coma es lo suficientemente ambiguo como para retomar una idea atrasada que lucha por continuar su exposición, o un enlistamiento de cosas que deben ser, a la vez, explicadas al detalle. Si los dos puntos son un empujón inevitable, en los puntos suspensivos se asoma lo infinito o lo vago, o... lo no muy resuelto o no muy claro… o a veces, en un relato, imitan el dormitar, el cabeceo… como en Dujardin o Schnitzler, o… El punto y seguido tiene su musicalidad, es como el golpe en el tambor. Marca un avance lógico.
El punto y aparte es la consecuencia de un momento, el diálogo de los espejos, el paso al vagón siguiente de un tren que marcha rumbo a un destino claro. Sin el dramatismo, claro, del punto final, hacia el que todos nos encaminamos.
Pero no siempre hay claridad ni al comienzo ni en cuanto a la meta. Se tropiezan las palabras, callan; los silencios, también, participan en el texto y reclaman su lugar. Se cruzan el decir y el no decir; la lucidez tiene algo de locura, el sinsentido genera nuevos caminos de expresión… Cita Efrén Hernández a Miguel de Molinos, para quien son tres las gradaciones del silencio: silencio de palabras, silencio de pensamientos y silencio de deseos. El que a este punto llega, según Hernández, se vuelve un paralítico del corazón.
La palabra divaga, se pierde.
Y piérdense, ya, con el último cigarrillo, estos pasos perdidos.

Septiembre 2006

martes, septiembre 19, 2006

ORIANA FALLACI EN TLATELOLCO

A los cables de las agencias internacionales acerca de la muerte en Florencia de la periodista italiana Oriana Fallaci (1929-2006), en algunos diarios mexicanos se ha agregado al paso que ella vivió o sufrió acá el dos de octubre de 1968. En L’Europeo del 17 de octubre de ese año apareció la crónica “Oriana Fallaci cuenta la noche de sangre en que fue herida”, que sirvió de base textual a la película El grito, de Leobardo López Aretche; en el libro La noche de Tlatelolco (1971), de Elena Poniatowska, hay un testimonio de Fallaci obtenido en los días siguientes a la matanza en un cuarto del Hospital Francés, que arranca con un tajante: “No, no voy a dar ninguna entrevista, ninguna, no después de lo que me pasó; me han disparado, me han robado mi reloj, me dejaron desangrarme ahí en el suelo del Chihuahua, me negaron el derecho de llamar a mi embajada…”, pasa luego a algunas amenazas: “Quiero que la delegación italiana se retire de los Juegos Olímpicos; es lo menos que pueden hacer. Mi asunto va a ir al Parlamento, el mundo entero se va a enterar de lo que pasa en México, de la clase de democracia que impera en este país”, y borda enseguida verbalmente unos primeros apuntes del relato que se publicaría quince días después en L’Europeo:
“¡Qué salvajada! Yo he estado en Vietnam y puedo asegurar que en Vietnam durante los tiroteos y los bombardeos (también en Vietnam señalan los sitios que se va a bombardear con luces de bengala) hay barricadas, refugios, trincheras, agujeros, qué se yo, a donde correr a guarecerse. Aquí no hay la más remota posibilidad de escape. Al contrario. Yo estaba tirada boca abajo en el suelo y cuando quise cubrir mi cabeza con mi bolsa para protegerme de las esquirlas un policía me apuntó el cañón de su pistola a unos centímetros de mi cabeza: ‘No se mueva’. Yo veía las balas incrustarse en el piso de la terraza a mi alrededor. También vi cómo la policía arrastraba de los cabellos a estudiantes y a jóvenes y los arrestaban. Vi muchos heridos, mucha sangre, hasta que me hirieron a mí y permanecí tirada en un charco de mi propia sangre durante cuarenta y cinco minutos”.
Sobrevivió a la masacre lo suficiente para realizar en los años setenta una serie de conversaciones con gente del poder, incluidas en un tomo que es hoy libro de texto en las escuelas de periodismo, Entrevista con la historia (1974, que dedica “a todos aquellos que no gustan del poder”), también algunas recopilaciones periodísticas y novelas, y para convertirse, al final de sus días y luego de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, en una apasionada fundamentalista del antifundamentalismo islámico, aspecto este último en el que se ha insistido al dar la noticia del deceso.
Como la memoria es corta, habría que dilatarla un poco para situarse, primero, en ese punto donde dejamos a Oriana Fallaci en una de las terrazas del edificio Chihuahua en Tlatelolco, o imaginarla, pequeña de estatura, frente a personajes temibles al estilo Henry Kissinger, asesor incómodo de varios mandatarios estadunidenses (Kennedy, Johnson, Nixon), al que retrata mejor que nadie, y quien dijo luego que haberla recibido era “la cosa más estúpida que había hecho en su vida”, porque la periodista supo verlo como era y con preguntas de doble filo lo hizo hablar abiertamente, habilidad no muy común que ella desarrolló con gran maestría.
El retrato es tan hábil que Kissinger termina la entrevista, en la que se ha descrito a sí mismo como un cowboy que avanza solitario por la calle principal del pueblo para enfrentar a los maleantes, con estas palabras: “No le diré qué soy. No se lo diré jamás a nadie”. Pero ya lo ha hecho. Véase, si no, este otro momento del diálogo:
—Otra cosa, doctor Kissinger: ¿cómo se las arregla para conciliar la tremenda responsabilidad que tiene y la frívola reputación de que disfruta? ¿Cómo consigue que lo tomen en serio Mao Tse-tung, Chu En-lai, Le Duc Tho, y luego se le juzgue como un despeocupado tenorio, o mejor dicho, un playboy? ¿No le molesta?
Pregunta por la que llega el funcionario a asegurar que esa reputación en parte es exagerada: “Lo que importa no es hasta qué punto es cierta o hasta qué punto me dedico a las mujeres. Lo que cuenta es hasta qué punto las mujeres forman parte de mi vida, son una preocupación central. Pues bien, no lo son en absoluto. Para mí las mujeres son un hobby. Nadie dedica un tiempo excesivo a los hobbies”.
Arranca el libro con este hueso duro de roer, sigue con nombres hoy no muy reconocibles (pero están Golda Meier, Yasser Arafat e Indira Gandhi) y cierra con Alejandro Panagulis, líder de la resistencia griega cuando la dictadura de los coroneles, que padeció cárcel y tortura, y de quien la periodista se enamoró y que se convirtió en su compañero sentimental por cuatro años, hasta que lo asesinaron el primero de mayo de 1976 en un fingido accidente automovilístico.
El credo de Oriana Fallaci tenía estos puntos de partida: “Yo no me siento, ni lograré jamás sentirme, un frío registrador de lo que escucho y veo”; “No consigo prescindir de la idea de que nuestra existencia dependa de unos pocos, de los hermosos sueños o de los caprichos de unos pocos, de la iniciativa o de la arbitrariedad de unos pocos”; “Quien determina nuestro destino no es realmente mejor que nosotros, no es más inteligente, ni más fuerte ni más iluminado que nosotros”; y este elogio del periodismo: “¿Qué otro oficio permite a uno vivir la historia en el instante mismo de su devenir y también ser un testimonio directo?”
Ciao, Oriana Fallaci.

Septiembre 2006

sábado, septiembre 09, 2006

LOS TOREROS TIENEN MIEDO/II y última

—¿Y se vino pedaleando desde Texcoco?
—Sí, pero antes pasé a San Simón a saludar a un amigo.
El peluquero Román Alonso Germán traía en una maletita sus instrumentos de trabajo. Silverio Pérez mostraba varias llaves en la mano con las que iba abriendo puertas: una era la del baño de vapor donde ocurrirá el corte de cabello, otra la de la oficina del rancho Silvita (ahí tenía el Faraón su escritorio de administrador rural). Abrió la puerta, sacó la llave, cargó una silla muy firme de madera, la depositó en el pasillo, cerró la puerta, metió la llave, cargó la silla… Cada acción era parte de un complejo ritual. Así, al final de la sesión estética abrirá otra puerta, sacará la escoba para dársela al maestro, éste se la entregará ya efectuada la barrida… Y don Silverio irá sereno a la bodega aquella para dejar la escoba en su sitio, cerrar la puerta… Y sonreír.
Peluquero y peluqueado disfrutaban sus ceremonias mensuales. Así había ocurrido desde hace treinta años.
Los peluqueros tienen un lugar importante en la biografía de Silverio Pérez. Uno aparece en los meses que siguieron a la cornada de “Zapatero”, cuando el miedo no lo dejaba plantarse firme en el redondel.
—Ya no aguantaba mis nervios —le contó en 1987 a Ramón Márquez—. Y me retiré así, intempestivamente, sin decirle nada a nadie. Fue un jueves, después de un mano a mano con Lorenzo Garza. Cuando salíamos de la plaza vi que estaba abierta la peluquería donde me cortaba el pelo y le dije a Juan Escamilla, entonces mi mozo de espadas: “Bájate y tráeme al peluquero”. “¿Por qué?”, me preguntó desconcertado. “Tú tráelo y ya.” Le ordené al peluquero que me rapara. También se rapó Escamilla. Ya le había dicho que me retiraba. Y sabía que estando así, pelón, no podía salir a torear.
Era el 16 de febrero de 1947. Su primer retiro. Un cañonazo de 30 mil dólares, que le asestó un empresario cubano, lo devolvió pronto a las plazas. El segundo retiro, el definitivo, tiene fecha histórica: primero de marzo de 1953. Y tiene corte de cabello.
No fue precisamente una tarde de gloria. Desaprovechó Silverio Pérez sus dos toros y los de gradas no dejaron ni que tocaran “Las golondrinas”; se regaló un tercer toro pero siguió él con la misma mala suerte. Hubo un cuarto toro, “Malaqueño”, regalo de su compadre José Pagés Llergo, que lidió con dignidad y del que obtuvo una oreja.
El peluquero de esa fiesta final fue el maestro Armillita, que le cortó la coleta a su amigo.
—Suerte en tu nueva vida —le dijo Armillita.
Silverio Pérez alcanzó a decir:
—Bendito sea Dios que llegué hasta aquí.
De aquella jornada de 1953 al viernes 16 de junio (Bloomsday para los joyceanos) de 1995, en que lo visitó Román Alonso Germán, muchos cortes de cabello habían ocurrido. El peluquero conoció al Faraón ya dedicado a otros menesteres.
—Sigamos platicando —dijo Silverio Pérez, la bata blanca lo rodeaba y el hombre de los tres nombres de pila accionaba peine y tijera—, sigamos dándole a la charla.
—¿Ustedes no conversan cuando...?
—Sí, son rete platicadores los peluqueros, pero son pláticas de otra forma.
El matador vigilaba por el espejo los casi banderillazos del peluquero.
—Póngale arte, maestro —le dijo—, quiero salir medio bello.
Pregunté:
—¿El nombre de Silverio es heredado?
—No, me bautizaron el 20 de junio, que es día de San Silverio. Nací el 20 de noviembre. Cumplo 80 años, si Dios lo permite. Nomás imagínese. Ya es un tambache... Y el 24 de este cumplo 57 años de casado.
Se interrumpió para dar una instrucción:
—Quítele aquí, maestro, está muy...
—No hay que descubrir mucho, porque si no sí lo dejamos pelón. Hay que dejar cubierto el oído.
—Pues cúbrale bien para que me vea medio regular.
Hablamos de Pachis.
—Es bajita mi señora, pero cuando se enoja es brava. Y es lo bueno, que tenga su carácter.
—Así la quiere.
—Pues sí, si fuera dejadona como que no... Y ya sabiendo de qué pie cojea se anda uno con cuidado.
—¿Cuándo la ha visto más enojada?
—Antes, cuando llegaba tarde.
—¿Y qué le decía?
Señaló la grabadora y preguntó:
—¿Se puede decir ahí lo que ella me gritaba?
Todos reímos.
—Pero Pachis no pasaba a los golpes, ¿verdad?
—Sí pasaba.
Movió la cabeza ante el espejo para dar el visto bueno al corte.
—Maestro, creo que esta vez se pasó. Me dejó muy pelón —se quejó Silverio Pérez aquel viernes 16 de junio.

Septiembre 2006

miércoles, septiembre 06, 2006

LOS TOREROS TIENEN MIEDO/I

—Llegan a las 11:20, los cité a las 11 —reclamaba Silverio Pérez aquel viernes 16 de junio de 1995.
No sabíamos qué responder. Él se notaba intranquilo. Le dimos la explicación de rigor: que la salida de la ciudad de México fue lenta, que nos estuvimos deteniendo en Texcoco para preguntar por la casa de don Silverio Pérez... Nos decían:
—La casa está a unas cuadras pero ustedes deben buscar el rancho: avancen cuatro cuadras, tomen a la derecha, luego a la izquierda y llegarán a la carretera...
Nuevas preguntas y nuevas indicaciones precisas. Todos por el rumbo saben quién es Silverio Pérez y dónde vive.
—Al fondo, en aquella reja blanca.
Nos recibieron los perros. Fuimos hacia la puerta principal. Detuvo a los visitantes la molestia sincera del torero. No pensábamos incomodar al Faraón con el retraso irresponsable. Siguieron las disculpas.
—Cité al peluquero a las 11 y media —dijo.
Ese dato era una explicación de su incomodidad y de su dulce malhumor. Pasamos a la sala. Intenté algunos comentarios para desarmarlo, “con la garganta sequita” de la pena. Él fue a la cocina y pidió que al llegar el peluquero le dijeran que esperara. Se anunciaba una conversación difícil, apresurada... Ya estaba sentado. Desde un gran óleo observaba su esposa María de la Paz. Pregunté por la señora.
—Ella se está arreglando, se acostó hasta muy tarde, pero yo estoy aquí. ¿Comenzamos?
Había que acometer bien y pronto. El peluquero, don Román Alonso Germán, ya debía venir por ahí montado en su bicicleta desde Texcoco hasta Pentecostés, para la cita mensual.
Esa semana de 1995 fue de celebraciones y recuerdos para Silverio Pérez, “el amo del redondel” (como lo llamó Agustín Lara en el célebre paso doble). El 20 de junio fue San Silverio, y los tres que llevaban ese nombre en la familia (padre, hijo y nieto) se reunieron en el Rancho Silvita con toda la parentela. El sábado 24 Silverio Pérez y María de la Paz Domínguez (la Pachis) recordaron que 57 años atrás se casaron y pasaron su luna de miel en un cine, y que hacía siete cumplieron en gran fiesta sus bodas de oro: ella usó el mismo vestido de medio siglo antes.
Las fechas se acumulaban: en noviembre el Faraón de Texcoco arribó a los 80 años de vida; más de cuarenta años atrás dejó los ruedos...
Él se seguía sintiendo torero. Por las noches, cuando dormía, se soñaba en la plaza vestido de luces, frente al toro y con el miedo de siempre.
—Antenoche soñé que toreaba en Madrid —dijo.
Durante ese miércoles 14 de junio en que lo abordó el sueño taurino, estuvo revisando las crónicas de las corridas de San Isidro, pues seguía enterado de lo que ocurría en el medio. Se acostó a las 20:30 horas, según su costumbre. Y vino el sueño inevitable.
—Gracias a Dios que sólo fue eso, un sueño. Me dio miedo estar frente al toro y corrí mucho —contó y rió.
La plática tranquilizó al torero. Comentamos de Armillita y el banderillazo que recibió en la garganta, en España. Dijo:
—Yo recibí golpes con las banderillas, sobre todo en el rostro, pero no pasaba de un chichón. Tuve cornadas y puntazos, eso sí: tres cornadas, dos muy graves, y seis puntazos de esos que llaman limpios pues no tocan ningún órgano o vena.
—¿Siente que en esas cornadas graves se salvó de morir?
—En una sí me salvé, en una sí, en la de “Zapatero”.
—¿Con qué sentimiento recuerda esos años de torero?
—El toreo es algo precioso, pero no puede uno decir: hice esto, y esto otro. Tiene uno sus épocas, tardes buenas y tardes malas. Hay un factor en el toreo, quizá el más importante: la suerte. Puede un joven tener facultades pero ocurre que el toro no le ayuda, o tiene un percance o no le cae bien a la gente. Por eso muchos se quedan en el camino. A otros la suerte les sonríe, y van adelante, adelante.
—Usted tuvo esa suerte.
—Bendito sea Dios. Como católico que soy, Dios me acompañó.
—¿Y sí siente que se salvó?
—Decir “salvarse” es relativo. Cuando le toca a uno, no sólo en el ruedo sino en la vida, nada se puede hacer. El destino ya lo tiene uno marcado.
—Pero el torero cita a la muerte...
—Desde luego hay mucho peligro dentro de la fiesta, aún partiendo plaza. El del torero es un peligro anunciado, por eso es considerada como una gran fiesta: el triunfo de un torero es grandioso, como también lo es el fracaso. Son los contrastes que tiene el toreo, como el miedo. Todos los toreros tienen miedo: al ridículo, a estar mal, a la cornada...
—¿Cuáles son las faenas que más recuerda?
—La de “Tanguito”, la de “Pispireto”, la de “Cantaclaro”, la de “Guitarrista”... Fueron momentos bonitos, aunque viví también cosas difíciles como la cornada de “Zapatero”, que me quitó el poco valor que tenía.
—¿Hay veces que toro y torero no se entienden?
—Sí, depende de la forma de embestir del animal, hay toros que no se les puede dar la lidia, otros que...
—Es como el baile...
—Sí, es como una especie de ballet.
—O como el trato con las mujeres.
—También los toros se enojan. Desde que sale el toro está enojado, va a pelear, nació para eso.

Septiembre 2006