martes, junio 27, 2006

LOS GENERALES Y EL FUTBOL

Así, “Los generales y el futbol”, titula Eduardo Galeano un breve capítulo de su libro de sol y sombra, e ilustra el tema el narrador uruguayo con varias pinceladas sudamericanas: la primera es de Brasil en 1970, con el dictador Médici regalando dinero a los jugadores campeones y retratándose con el trofeo en las manos y hasta cabeceando una pelota ante las cámaras, como si fuera parte del equipo que se acababa de coronar en México. “La marcha compuesta para la selección, Pra frente Brasil, se convirtió en la música oficial del gobierno”, escribe Galeano, “mientras la imagen de Pelé volando sobre la hierba ilustraba, en la televisión, los avisos que proclamaban: Ya nadie detiene al Brasil.”
Hay otros casos: en Chile el general Pinochet se hizo presidente del Colo-Colo; y en Bolivia el general García Meza tomó las riendas del Wilstermann, “un club con hinchada numerosa y fervorosa”.
En Argentina, como ya se ha visto, los militares intervinieron al balompié desde mediados de los años cincuenta, convirtiendo a las escuadras locales y a sus selecciones en agrupaciones de disciplina ejemplar en las que, como ahora se dice, el sistema era lo importante, no el individuo, y los expertos de la medicina deportiva se dedicaron a diseñar piezas fuertes y sólidas que pudieran competir internacionalmente... mientras en los Mundiales de 58 y 62 con la selección brasileña brillaba Garrincha, que parecía un enfermo, casi un lisiado, pero en la cancha se sobreponía a sus carencias y a los fortachones que intentaban detenerlo.
La agonía de Garrincha en cada partido era también la de un futbol creativo entonces amenazado, y que casi se podría declarar ahora en peligro de extinción, porque —como se ha visto en Alemania 2006— se impuso el balompié como trabajo físico de alto rendimiento y se perdió en un muy alto grado el sentido del juego, que sólo a ratos alcanza a manifestarse.
En la ronda de los militares —y según cuenta Roberto di Giano en Futbol y cultura política en Argentina: identidades en crisis (2006)—, en 1966 pudo el general argentino Juan Carlos Onganía servirse del futbol para justificar su estancia en el poder al recibir a la selección que había perdido —en el Mundial inglés— contra Inglaterra y contra el árbitro alemán, que favoreció en todo a los europeos: cuando el capitán Antonio Rattín fue expulsado, en señal de protesta corrió a sentarse en la alfombra del palco destinado a los máximos dignatarios del Reino Unido, con lo que varios signos nacionalistas (en cuanto a las complicadas relaciones entre ingleses y argentinos) se despertaron.
Esto supo verlo bien Onganía, que acababa de derrocar al presidente constitucional Arturo Illia: recibió a los seleccionados en la Quinta Presidencial de Olivos y los declaró “campeones morales”.
El abuso del poder implica, por desgracia, un perfeccionamiento, y todas estas tentativas por afianzar el control social a través del futbol encuentran su mejor tiempo en los años setenta, cuando organiza Argentina su propio Campeonato Mundial.
Según Di Giano, en 1978 “se utilizó el futbol para transmitir pautas de comportamiento y de creencias a la sociedad, buscando apuntalar el proceso devastador que decidieron implantar en el país”. Sigue: “La difusión de las mismas adquirió un papel central cuando la selección nacional logró en 1978 el primer puesto en el torneo mundial disputado por primera y única vez en la Argentina. Pero vale mencionar que en dicha instancia, sobre todo se apuntó a vender una imagen positiva del régimen militar al exterior, en donde sus comportamientos eran fuertemente cuestionados, a diferencia de lo que ocurría dentro de nuestra frontera, ya que los opositores habían sido neutralizados o reprimidos”.
En ese año, el Pelé de los argentinos (la figura con la que se identificaron los generales, el ciudadano ejemplar) fue Mario Kempes, El Matador.
La historia es larga y el espacio corto. Todavía un año después, el presidente Jorge Rafael Videla recibió con estas palabras a la selección que había conquistado el campeonato juvenil en Japón: “Han dado una prueba inequívoca de disciplina, de orden, que significa sin más reconocer el principio de autoridad. Había alguien que mandaba, imponía horarios, imponía exigencias y ustedes cumplieron”.
Pero entre los obedientes estaba un indisciplinado natural, Diego Armando Maradona, astuto y de baja estatura, que quebró, él solito, el modelo europeo diseñado por los militares, y quien escribiría más tarde en sus memorias: “No sé si los milicos que estaban en el gobierno en aquel momento nos usaban, no sé. Seguramente sí, porque eso hacían con todos. Pero una cosa no quita la otra: ni se puede ensuciar aquello por culpa de los milicos ni deben quedar dudas de lo que yo pienso de ellos. Tipos como Videla, que hicieron desaparecer a treinta mil tipos, no merecen nada. Mucho menos ensuciar el recuerdo del triunfo de un montón de pibes”...
Entre dictaduras y democracias, la relación de poder político y futbol —ese gran distractor— continúa. Concluye Di Giano que tanto en uno como en otro caso “los gobiernos aprovecharon todo lo que históricamente ha generado el futbol, en esas instancias peculiares como las Copas del Mundo, para apelar a la identidad nacional y para pedirle más sacrificios a una ancha franja de la sociedad sometida a un permanente deterioro de sus condiciones de vida y de bienestar”.
Argentina, nuestro inesperado verdugo en Alemania 2006, es también un espejo.

Junio 2006

lunes, junio 19, 2006

LAS DICTADURAS DEL BALOMPIÉ

Quienes disfrutan de los partidos de futbol y creen, con Albert Camus, que el balompié es un buen espacio para conocer al hombre, pero rechazan el aparato comercial y mediático que se ha creado a su alrededor, con el más imbécil nacionalismo siempre acechando y en donde publicidad y propaganda se confunden de forma grotesca (hasta encontrar en la prensa a un presidente cocacolero con el rostro pintado como fanático), podrían revisar por estos días algunas historias sobre los usos sociales de ese deporte, por ejemplo en los regímenes militares de Argentina, para descubrir que no hay inocencia alguna en las pasiones futbolísticas.
En un libro reciente, Futbol y cultura política en la Argentina: identidades en crisis (Leviatán, 2006), Roberto di Giano relata un proceso que arranca en 1955, cuando la insurrección militar depone a Juan Domingo Perón, y sigue, de algún modo, hasta el presente. En ese lapso el estilo argentino de enfrentar el futbol, con el “poder de improvisación de algunos jugadores” como su mejor insignia, se fue desdibujando ante la llegada tanto fuera como dentro de la cancha de los “científicos”, para quienes, como en lo social, el individuo se convirtió en una pieza más de un sistema que debía funcionar con orden y disciplina, y donde la picardía, el gran “derroche de insolencias” que hace de cada partido una aventura, empezó a ser castigada.
No es sólo que el futbol reflejara los cambios sociales sino que las dictaduras se metieron directamente al vestidor porque entendieron que el modelo implantado ahí se convertiría, a través de la prensa deportiva, en una pauta a seguir.
Una parte de este cambio implicó el rechazo de lo propio (para marcar sus distancias con el peronismo populista), y el interés por la forma inglesa de estructurar el deporte; otro punto fue “mejorar” las características físicas del jugador (por las “malas condiciones naturales” de los argentinos), porque sólo así podrían enfrentrarse a los fornidos europeos, ya que según esto el futbol moderno exigía atacantes de mucha estatura, mucho peso y mucho remate de larga distancia.
Una rara mezcla de jugadores del viejo y el nuevo estilo fue al Mundial de Suecia en 1958, y el fracaso de esa experiencia sirvió para que se intentaran reformas más radicales (que tampoco funcionaron en Chile 62), como un diseño organizativos diferente de los clubes; se empezó a trabajar con parámetros como la división de tareas, la disciplina y la regularidad. Escribe Di Giano: “Uno de los aspectos más notables del cambio institucional fue la creciente centralización de su funcionamiento y la reglamentación cada vez más precisa de las actividades de los jugadores. Esas normas involucraban tanto el entrenamiento asiduo como las concentraciones, la regulación de la alimentación y la actividad sexual, cuestiones que afectaron considerablemente la vida cotidiana de los deportistas. Los dirigentes validaron la función de los expertos como encargados de regimentar, planificar y controlar la conducta de los jugadores no sólo en su área específica de trabajo, sino también en sus relaciones familiares y de amistad. De esa manera, los controles se ejercieron sin ningún tipo de inhibiciones, desbordando los límites de las asociaciones deportivas ya que abarcaban también la vida privada de los deportistas”.
El presidente del Boca Juniors, el empresario Alberto Jacinto Armando, declaró en 1963: “Nosotros no usamos a nuestros jugadores como elementos para el futbol nada más. Queremos fabricar hombres útiles para el futbol y para la sociedad”.
Los viejos cronistas reaccionaron ante esta embestida porque veían en ello muchas pérdidas, como el bloqueo de la espontaneidad y la creatividad del jugador argentino... y los viejos cronistas fueron desplazados. Esta otra metamorfosis la estudia también Di Giano en el capítulo que dedica a la revista El Gráfico. En un año, el de 1962, el semanario pasó de ser un medio que defendía los valores deportivos tradicionales a uno de los voceros principales de la nueva manera de percibir y evaluar el deporte, y esto por un hábil cambio de mando: la desvinculación del tradicionalista Dante Panzeri y la llegada del moderno J.C. Pasquato, cuyo alias era Juvenal.
Concluye al respecto Di Giano: “Vale señalar que el intento de desestructuración de la identidad del jugador argentino, promovido por la revista El Gráfico, se convirtió en uno de los elementos centrales para facilitar la expansión de ciertas ideas y patrones de conducta mediante los cuales el cuestionado futbolista local obtendría el privilegio de pertenecer, de allí en adelante, al mundo deportivo civilizado”.
Esto que estudia seriamente Roberto di Giano, profesor de la Universidad de Buenos Aires, y escribe con severa prosa académica, tiene una sustancia trágica significativa por el cambio de valores de una sociedad que impusieron tanto las lógicas del militar como del empresario. Es decir, de 1955 a los años sesenta la derecha en el poder buscó por todos los medios desarticular al futbol argentino, alejándolo de sus raíces para hacerlo “moderno” o “científico”... que era como intentar convertir al tango en un vals vienés.

Junio 2006

lunes, junio 12, 2006

CARBALLO AL ATAQUE

Al recapacitar sobre las circunstancias extremas que rodearían a la presentación en Bellas Artes del Diario Público 1966-1968, de Emmanuel Carballo, con el alarido futbolero amenazante por la ciudad, recordó el de la voz un poema de Porfirio Barba-Jacob que acaso no tenía que ver directamente con el asunto pero que aportó a la memoria la cantinela con que arrancan las estrofas. Dicho sea de paso, en estos versos al final se duele Barba-Jacob de su homosexualidad: “Yo no sabía que la paz profunda/ del afecto, los lirios del placer,/ la magnolia de luz de la energía,/ lleva en su blando seno la mujer.// Mi sien rendida en ese seno blando/ un hombre de verdad quisiera ser;/ pero la vida está acabando/ y ya no es hora de aprender”.
Lo que no sabía el de la voz era que como espectáculo dominical se estaría en franca desventaja con el juego de futbol entre México e Irán de las 11 de la mañana, que al momento de arrancar la presentación en la sala Manuel M. Ponce debía andar en su segundo tiempo. E imaginaba a cuatro o cinco en la mesa y unos 15 o 20, a lo más, enfrente... pero fueron casi 40, aunque un optimista por halagar a Carballo contó 80 y tantos en las butacas, deseosos de oír un diálogo literario que los hiciera olvidar la fiebre pambolera. De esos 40 u 80, uno o dos tenían una radio portátil y a la vez que miraban como muy interesados hacia la mesa escuchaban por el audífono las incidencias del juego; y quienes estaban a su lado sabían por señas cómo iba el partido en Nuremberg, que al comienzo de la presentación estaba empatado a un tanto por escuadra.
El mismo Emmanuel Carballo debía tener cierta inquietud ya que en el Diario Público se declara futbolero cuando, un lunes de julio de 1966, lamenta que a sus amigos no les guste el balompié. Y habla del Mundial de Inglaterra. Leo: “La Copa del Mundo, que comienza este día, me ofrece la oportunidad de recuperar modos de ser de mi niñez y primera juventud y, sobre todo, me permitirá decidir si mis puntos de vista son válidos cuando el futbol pasa de deporte de provincianos a ser un espectáculo que reduce a una nación a la categoría de un pueblo de 4 000 o 5 000 personas. En este momento el espíritu provincial se identifica con el nacionalismo y durante quince días [lo que duraba entonces una Copa del Mundo] las naciones no serán más grandes ni menos inhibidas que los pueblos que todavía creen en Dios y el Diablo. En esta segunda quincena del mes de julio el mundo recuperará, a diferentes niveles, una infancia que muchos considerábamos muerta, sepultada y a salvo del milagro de la resurrección”.
Luego advierte que a partir de ese día se quedará en casa a ver y oír hablar de futbol; y en ratos perdidos promete leer algunos libros. Apuesta, al fin, por Portugal, equipo, dice, al que los enterados no conceden probabilidades de triunfo... pero que tuvo buen desempeño y conquistó la tercera posición, debajo de Inglaterra y Alemania, campeón y subcampeón.
He aquí, pues, un cambio significativo en la persona crítica de Emmanuel Carballo. Había que señalarlo y discutirlo: ¿por qué en 1966 dejó todo lo que tenía pendiente y se dedicó a ver el octavo campeonato mundial y este domingo 11 de junio de 2006, cuarenta años más tarde, se desinteresó por el partido de la selección mexicana, los poderosos “ratones verdes”, y presentó un libro justo cuando se jugaba el segundo tiempo de su debut mundialista?
La decisión de apostar por Portugal va antecedida de esta fórmula: “Como me gusta nadar contra la corriente”, que da una respuesta probable al enigma. En 1966 ir contra la corriente era ver futbol; hoy lo es no ocuparse del asunto y convocar a una reunión literaria.
Pese al ruido futbolero (según una seña femenina, para entonces 2-1), había que entrar en materia. Y con la consigna de que al crítico hay que criticarlo, dijo el de la voz a propósito del Diario Público que igual como Carballo apostó en 1966 por Portugal, tercero en la Copa del Mundo, lo hizo en los años sesenta por la literatura de José Agustín, Gustavo Sainz y Carlos Fuentes, y que esas apuestas no fueron del todo afortunadas, pues Agustín y Sainz están ya en la parte baja de la tabla literaria, y Fuentes, que parecía perfilarse como campeón, pelea en cada nuevo libro el descenso. Y aquellos por los que Carballo daba muy poco, como Juan García Ponce o Fernando del Paso, ofrecieron partidos extraordinarios y podría decirse que se coronaron.
También lamentó el de la voz que Carballo no haya respetado en el Diario Público la dieta cronológica que se impuso, de 1966 a 1968, pues metió forzadamente textos escritos con posterioridad, lo que a veces se señala entre corchetes (como comentarios fechados) pero otras no, por lo que perturba al lector tal desfase. ¿Qué es original y qué es añadido? Reescribió y robusteció hasta llegar a más de 500 páginas lo que de otro modo habría quedado quizá sólo en 300 pero como testimonio fresco y válido de la literatura mexicana de esos tres años, como si al video de un partido de futbol de 1966, el de la final entre Inglaterra y Alemania, digamos, se agregaran sin aviso previo jugadas de otras décadas para embellecerlo y alargarlo, lo que implica un disparate histórico, pues hace de la historia una ficción.
Ante esto se enfureció Carballo, quien lamentó que no hubiera ya críticos como él ni escritores como los que rescató en los años sesenta, aunque terminó aceptando que el mejor Fuentes no está en su narrativa sino en los ensayos; y que José Agustín no se desarrolló como escritor, aunque sí tal vez Sáinz... pero también lo molestó el halago discreto de los otros presentadores, por lo que optó por elogiarse a sí mismo. Alguien, a señas, informó que México ganaba a la poderosa escuadra de Irán con idéntico resultado al de la sala Manuel. M. Ponce: tres a favor, Carballo incluido, y uno en contra.

Junio 2006

lunes, junio 05, 2006


LOS NUEVOS MONSTRUOS

Apenas resulta necesario aclarar que, por vez primera y con el uso actual que perdura, en literatura el término “raro” fue empleado por Rubén Darío en un libro de 1896 que así se titula, aunque en plural, Los raros, gran caleidoscopio que tiene a Edgar Allan Poe, Paul Verlaine y al Conde de Lautréamont como sus excéntricos tutelares, y que abre, por lo menos en la edición parisina de 1905 (la segunda), con un comentario acerca de El arte en silencio, de Camille Mauclair, él mismo un raro. El tomo de Mauclair proporciona, de modo indirecto, otra aproximación posible a lo mismo: la rareza puede ir de la mano con el ejercicio de un arte silencioso, es decir en contra de una normalidad estridente que habría que precisar o delimitar.
Se han creado otras cadenas de sinónimos: Julio Cortázar aportó la palabra “cronopio” (en duelo fraterno con el “fama”), y si en algún texto califica así al uruguayo Felisberto Hernández sabe uno que también podía haberle llamado, con Rubén Darío, raro; o, con otros, marginal, inclasificable, subterráneo (por el inglés underground), secreto o desencuadernado, que son acercamientos posibles a una estirpe literaria o artística que se define, si acaso le es posible definirse, a partir de sus diferencias radicales con el resto, y cuya catalogación es ardua porque se trata de eso, de señalar lo distinto, lo que está a un lado... aunque los raros suelen colocarse, incluso, a un costado de sí mismos.
Italo Calvino definió igualmente a Felisberto Hernández, dijo que era un escritor que no se parecía a nadie, un irregular. Lo que es cierto, mas en el no parecerse a nadie se hermana Felisberto con otros que no son sus “iguales” sino sus igualmente diferentes. Por ejemplo: Efrén Hernández y Francisco Tario son también irregulares, y no se parecen mucho entre ellos mismos ni con relación a Felisberto Hernández. O sí: puede considerarse a los tres como escritores raros.
Aunque tiene ya sus teóricos, la rareza es un terreno en donde la lógica crítica es puesta en duda. La ubicación de un raro termina por sacudir los panoramas oficiales pues descubre paisajes literarios sujetos a múltiples permutaciones, y el cómodo juicio por escuelas, generaciones o corrientes artísticas, tan querido a la Academia, empieza a dudar de sí mismo y a mirarse con pasmo en el espejo del presente o el pasado por las continuas metamorfosis que experimenta.
Hay ya argumentos que intentan explicar por qué lo raro se ha vuelto un valor positivo para los nuevos ensayistas. El principal es el “darse cuenta” de cómo funcionan las sociedades literarias, que son sistemas de poder en donde quienes se imponen no son los indispensables en términos del espíritu sino los más activos o los más hábiles, los que dan su vida por destacar, afectos a la foto, el discurso y el aplauso. Mas lo que en este u otro tiempo se cree o creyó como fundamental a fuerza de reiteraciones públicas, tiende a mostrar sus pequeñas trampas. Y tras el cantor ruidoso y desafinado al que se dirigen las luces en la escena, en la parte menos iluminada se descubre a un tenor tímido y solitario pero de voz sólida, educado en el cariño a su arte y no en la búsqueda maniática del festejo.
Las industrias editoriales y de la cultura suelen trabajar cómodamente con ese tipo de personajes conocidos, visibles, que son los que dan de comer a las fábricas de sucedáneos artísticos. Según Pound, el que el 85 o 90 por cierto de lo que se produce culturalmente tenga valores no muy claros o decididamente mediocres se debe a que éste es sólo el campo que recibirá a lo definitivo cuando lo definitivo aparezca... En nuestra modernidad eso mediano se ha estructurado de tal manera, de modo tan convincente, como edificio de poder, que pasa por ser la esencia, cuando es sólo ruido y furia (como dirían Shakespeare y Faulkner), el farfulleo de publirrelacionistas de sí mismos dedicados, de tiempo completo, a encumbrarse, pero que a la larga sólo serán señalados, como diría José de la Colina, como los constructores del templo.
A esa actitud de usura personal apunta Ezra Pound en su Canto XLV, en versos que Salvador Elizondo tomaba como propios en tanto definición de las vías personales: “Con usura el hombre no puede tener casa de buena piedra/ con cada canto de liso corte y acomodo/ para que el dibujo les cubra la cara,/ con usura/ no hay para el hombre paraísos pintados en los muros de su iglesia/ harpes et luz/ o donde las vírgenes reciban anuncios/ y resplandores broten de los tajos,/ con usura/ no puede ver el hombre Gonzaga a sus herederos y a sus concubinas/ no se pinta cuadro para que dure y para la vida/ sino para venderse y pronto/ con usura, pecado contra natura,/ es tu pan siempre de harapos viejos/ es tu pan seco como el papel, sin trigo de montaña, harina fuerte...” (Cantares completos, versión de José Vázquez Amaral).
Sin usura, podría intentarse la paráfrasis, el escritor raro tiene casa de buena piedra y pinta cuadros que duren... Pero tampoco se trata de crear valores incuestionables o glorias de raro espectro, nuevos monstruos (según el título de la película italiana de los años setenta). Al observar los paisajes literarios, es la mirada del lector la que define y transforma lo que parecía definitivo e intransformable pero que es, siempre, un modelo para armar.

Junio 2006