martes, abril 25, 2006

EL VALOR DE JUAN VILLORO

Con un título igual al de este artículo, una semana atrás Ciro Gómez Leyva publicó en Milenio una “historia en breve” acerca de la definición electoral de Juan Villoro y en donde, a manera de preámbulo, se traza un perfil del personaje como escritor que desde el punto de vista de la crítica literaria —y no en el plano cívico— podría ser discutible, puesto que plantea una “aclamación generalizada” por un talento que “dejó de estar a discusión entre críticos, editores y lectores en México, España y América Latina”, como si cada línea de Villoro generara una ola futbolera celebratoria en las varias gradas de la República de las Letras... cuando a ninguna obra le convendría un recibimiento así.
Lo interesante de los diálogos acerca de libros es que, como en la vida social, suelen plantearse distintas posiciones, e incluso en cuanto a las obras fundamentales (como las de Cervantes, Joyce o Borges, u otras que se propongan) hay la percepción de altibajos: para algunos, las últimas novelas de Carlos Fuentes, por ejemplo, son una sombra hasta involuntariamente cómica de sus narraciones más significativas. Pero Fuentes ha logrado que esto se considere secundario, ya que en el ejercicio social se maneja como un intelectual de prestigio notable, con aclamaciones generalizadas en Europa y América, pese a que sus acrobacias literarias no tienen ya la elasticidad de otros tiempos.
Es decir, el actor se impone al autor. El nombre está más allá de la obra, funciona incluso de manera autónoma. Si un escritor sabe colocarse socialmente, el que sus libros sean malos o buenos no importa, porque llegó a la cima de las figuras indiscutibles (porque “cruzó el umbral del olvido”, dice González Dueñas en Libro de Nadie), a veces por inercia o una cadena de malentendidos, pero también como la feliz conclusión de una estrategia personal bien planeada que implicó compadrazgos con editores y críticos, y el establecimiento de contactos adecuados. A los escritores se les conoce pero no se les lee, o sí pero de manera indirecta, por lo que aparece en la prensa, en artículos propios o a través de entrevistas: no lo que se crea sino lo que se afirma.
Salvador Elizondo lamentaba esto mismo: ser un autor conocido pero no leído. Se ha llegado a un punto en que esa es la máxima aspiración de las nuevas plumas: un estar, no importa cómo, y a sabiendas de que no siempre hay una correspondencia afortunada entre la fama mediática y la obra escrita que apoya esa fama, pero que fue, quizá, un escalón firme o simulado para conquistar, como fin último, el reconocimiento. Lo que descubre de nuevo, en el fondo de esta actitud, el ruego patético de Enoch Soames: “Trate de que sepan que existí”.
Lo intenta el escritor y lo intentan los críticos, que se están convirtiendo en meros publicistas de los autores y soportan su papel secundario en lo que Manuel Puga y Acal llamó, dos siglos atrás, “sociedad de elogios mutuos”, y que es, por desgracia, un enorme abismo dado que el resorte crítico (cuando es abierto y plural, no sujeto a represiones) puede impulsar al crecimiento de una escritura, y la conformidad o el aplauso unánime producen medianías: autores con porristas pero sin lectores, y quienes con sus primeros balbuceos, antes de haber madurado, consiguen encumbrarse.
Tampoco los premios son buen termómetro para definir el valor literario. Ocurrió hace muy poco en España que de un conjunto de 500 manuscritos entregados bajo seudónimo estricto, la editorial Alfaguara terminó por premiar a un autor de casa, el peruano Santiago Roncagliolo (colaborador del periódico El País, de la empresa Santillana a la que pertenece también Alfaguara), lo que según la ley de las probabilidades podría ser considerado casi como un milagro. Leñero nunca ha escondido que Los albañiles recibió en 1963 el premio Biblioteca Breve por así haber convenido a los intereses de Seix Barral, a la caza del mercado latinoamericano, y que el manuscrito no fue enviado por él y llegó incluso fuera del tiempo de la convocatoria. Lo mismo hace Anagrama: premia a autores con los que tuvo acercamientos previos, o cuyos libros son parte ya del catálogo de la editorial, que es exactamente lo que ocurrió con Villoro y su novela El testigo.
Estos asegunes nos colocan en un sano territorio de dudas, en donde la última palabra no la tiene el “cácaro” (como decía el gag televisivo) sino la lectura atenta, directa, de una obra. En las condiciones actuales de la sociedad cultural no se puede confiar en el crítico porque ejerce labores de publicista, y tampoco en el premio porque es fruto de recomendaciones o acuerdos extraliterarios; y menos en la fama, que es un diseño mediático, fruto además del “lo conozco”, “entiendo que ha recibido algunos reconocimientos”, “me han dicho que es bueno”...
El eslabón último es el lector porque en el diálogo que establezca con el texto no debe haber malos entendidos. Frente a la obra, éste definirá sus valores, los puntos altos y bajos de una escritura. Y cada experiencia será diferente, con lo que tal vez desaparezcan los encumbramientos sin soporte, las aclamaciones generalizadas o las escrituras que dejan de estar a discusión. La de Villoro lo está: es un autor que se mueve de manera extraordinaria en la crónica y el ensayo, pero con problemas serios a la hora de enfrentarse al relato y la novela, géneros en los que no muestra gran solvencia.

Abril 2006

martes, abril 04, 2006


ENOCH SOAMES E HIJOS

Si se piensa, como intuye Jorge F. Hernández, que hay decenas de Bartlebys y Wakefields dispersos por el mundo, un riguroso censo poblacional llevaría a concluir que en el medio cultural mexicano la de los Enoch Soames es ahora la especie que domina.
En el relato “El futuro imperfecto”, de la colección El grafógrafo (1972), recupera Salvador Elizondo a ese personaje que hace su primera aparición en un cuento del humorista británico Max Beerbohm (texto al que se ha tenido acceso en lengua española gracias a la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina Ocampo) y que representa al creador obsesionado con la duda de si su nombre y sus obras trascenderán su época, y cuya única salvación será aparecer en el escrito de un tipo menor que él desprecia. “Trate”, le dice, “trate de que sepan que existí.” Elizondo coloca a ese Enoch Soames en la Ciudad Universitaria, pues va a buscar sus referencias entre los ficheros de la Biblioteca Central.
Enoch Soames los hay por todos lados. Son esos que cotidianamente dan su alma al diablo con tal de: 1) ser incluidos en colecciones, diccionarios o antologías; 2) ser invitados a impartir conferencias en donde el tema primordial sean ellos mismos o asistir a congresos que los ubicarán en el mapa básico de la República de las artes; 3) tener un espacio fijo en periódico, suplemento o revista en donde revisen, siempre en primerísima persona (con un yolleo obsesivo), sus dudas y deudas espirituales, creando un minespectáculo de sí mismos; 4) aparecer fotografiados en las secciones culturales y filmados en los noticieros televisivos, y a quienes en los funerales de un gran autor se les ve más tristes que los deudos directos (lo que una semana atrás fue señalado en estas páginas como delito menor); 5) conseguir nombramientos como agregados culturales para internacionalizarse, organizando muestras de arte mexicano en donde sólo se considere la obra propia, o editar tomos lujosísimos con abundantes vistas fotográficas de su persona en compañía de los notables que aparecieron alguna vez por la embajada; 6) ser importantes funcionarios en las universidades, y aprovechar esto (a lo Celorio) para abrir y cerrar encuentros de intelectuales o dar conferencias magistrales; y 7) conseguir patrocinios u homenajes en vida haciendo antesalas en oficinas públicas federales o municipales.
La lista no es completa pero sí representativa. Cada punto podría ser documentado. Habría, en algunos casos, que matizar, por ejemplo en cuanto al uso de la primera persona en ensayos y artículos periodísticos, pues hay a quienes les acomoda bien el “yo” (piénsese en Jorge Ibargüengoitia, feroz en la autocrítica) y hay otros que lo utilizan para establecer relaciones verticales con los lectores y colocarse, así sea de manera artificial, en las alturas del arte, con tonos como los siguientes: “En mi último libro, exploro un asunto que me parece crucial en la reflexión moderna sobre los jitomates...” o: “La última vez que me reuní con Octavio Paz, me sorprendió que citara de memoria unos modestos versos míos acerca de las alcachofas”...
En La errancia: paseos por un fin de siglo (2005), Mauricio Montiel Figueiras quiso evitar el “yo” y acudió, no obstante, a recursos insatisfactorios: se pone trajes que no le ajustan por demasiados holgados como los de “viajero del siglo XX” o “Ulises moderno”, con una primera persona no oscurecida sino elevada a la quinta potencia. En sus columnas Ana García Bergua parte del “yo” para referir circunstancias cotidianas, caseras, lo que no está mal (porque es una primera persona de tamaño medio, estándar), pero quizá le haría bien evitarlo cuando el “yo” se vuelve presumido... Mas hay el riesgo de convertir estos párrafos en la lista elaborada por un inspector de seño grave, y sólo se pretende apuntar hacia una tendencia acaso dañina por tener demasiados practicantes, de quienes buscan ser a toda costa reconocidos.
Por estos días José Ángel Leyva (por otro lado, un buen amigo) lanzó una colección de antologías, “Poesía en el andén”, condenada desgraciadamente por ese mal de Enoch Soames: se asegura estar ayudando a la difusión de la poesía, cuando lo que parece es que se buscan foros para apoyar los escritos propios. Leyva coordina la colección, realiza algunas antologías y aparece con poemas suyos en muchas de ellas (junto a Vallejo, López Velarde, Girondo o Pound) y deja que Begoña Pulido (a saber, su esposa) o su buen amigo José Vicente Anaya lo antologuen. Sólo le faltó estar en el tomito de Poesía homoerótica, preparado por Sergio Téllez-Pon, pero quizá no tenía a la mano algún poema gay.
Es decir, las fronteras de la honradez intelectual se han roto. Una buena iniciativa se destruye cuando el ego interviene y dicta un gesto miserable que en otros espacios sería considerado como amiguismo, nepotismo, abuso de autoridad o, incluso, tráfico de influencias, y en el fondo del cual hay picardía o maldad, aunque también una enorme candidez (puesto que no aseguran con ello su lugar en la Historia).
A quienes padecen el mal de Enoch Soames habría que recordarles estos versos de Octavio Paz: “Para ser yo/ he de ser otro/ buscarme entre los otros,/ los otros que no son si yo no existo,/ los otros que me dan plena existencia”, o preguntar a cada uno con Oliverio Girondo: “¿Por qué tanto yollar/ responde/ y hasta cuándo?”

Abril 2005