lunes, noviembre 29, 2004

VENCIDO POR EL MURO

Como ejercicio de la fantasía, habría que ponerse en la situación de un ciudadano londinense, seguidor del grupo de rock progresivo Pink Floyd, que el viernes 30 de noviembre de 1979 —veinticinco años atrás— va a una tienda de discos en Charing Cross Road y compra el álbum doble The Wall, que salió a la venta justo ese día en la Gran Bretaña.
Acostumbrado acaso a las portadas diseñadas por Hipgnosis (la pirámide que descompone en colores una luz blanca en Dark Side of the Moon, el hombre incendiándose de Wish you Where Here o el cerdo que sobrevuela una central eléctrica en Animals), se sorprendió por la austeridad de la funda, que en algo le recordó al Álbum blanco de los Beatles. Sobre un fondo de ladrillos dibujados a línea, un plástico removible daba las señas básicas, el nombre del grupo y el título. Nada más.
Habrá corrido a casa este ciudadano londinense, o habrá tomado el autobús de doble piso que lo llevó cerca de donde vivía, y se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta, correr a la sala y prender la consola. En su sillón favorito cumplió el ritual de quitar la envoltura. Las manos le sudaban y las secó restregándolas en el pantalón. La hoja plástica se deslizó y fue a caer a la alfombra. La recogió con todo cuidado y la puso en la mesa de lectura. Extendió la funda doble y observó los dibujos coloridos del caricaturista político Gerald Scarfe: algo que parecía unas nalgas enormes con peluca de juez, el desfile de unos martillos, las tribunas de un estadio, un avión militar y otras figuras grotescas, todo como salido del muro blanco. Y los créditos: escrito por Roger Waters, producido por (en orden alfabético), Bob Ezrin, David Gilmour y Roger Waters. Luego, el nombre de grupo y la lista de sus integrantes, que se reducía a dos: Gilmour y Waters (por olvido, a Nick Mason y Richard Wrigth se les agregaría en posteriores ediciones).
Cada disco venía en su propia funda interna con las letras de las canciones (también manuscritas), y protegido por un celofán. Tomó el primer acetato y lo colocó en la tornamesa; lado 1. Quitó el seguro al brazo y con cierto nervio fijó la aguja en el arranque.
Y por vez primera en su vida escuchó, completito, The Wall, lo que le llevó algo así como una hora con veinte minutos. Surgió una melodía tenue, luego un arranque impetuoso con guitarras y batería. La primera canción era una pregunta, “In the Flesh?” (“¿En persona?): y el cantante parecía dirigirse a este ciudadano londinense sentado en su sillón favorito: “So ya / Thougt ya / Might like to go to the show” (“Así que / tú pensabas / que podría gustarte ir al show”), que era reto o provocación. Enseguida un grito desgarrador, el vuelo de un avión, algo como una bomba que caía o el mismo aeroplano que se venía a pique... y el llanto de un bebé, que dejó a este hombre patinando (metafóricamente) en el delgado hielo de la vida moderna.
También se detuvo en el furor de un helicópero, algo sobre la miserable rutina de los profesores, las dos partes (en el lado 1) de “Another Brick in the Wall” y un coro con el que habría estado de acuerdo el poeta Ezra Pound, que llamó a las escuelas “instituciones para la obstrucción del aprendizaje”. Además, gritos de niños y maestros, y un diálogo con la madre posesiva, distinto a la madre ausente de las composiciones de John Lennon.
Debió entonces dar la vuelta al disco, como si pasara al siguiente capítulo de una novela corta. Entendió algo sobre la guerra (“Las llamas se extinguieron / pero el dolor sigue ahí”) y sus efectos en una cotidianidad construida sobre el vacío; después, el impulso de llenar esos huecos con relaciones de una noche (“Ooooooh, necesito una mujer sucia”) o amores grises y desesperados, una llamada de larga distancia no aceptada (donde se identifica al protagonista como el señor Floyd, que intenta comunicarse desde los Estados Unidos con la señora Floyd), un estallido de furia (“Corre a la recámara, en la maleta izquierda / encontrarás mi hacha favorita”) y la súplica del abandonado; más ladrillos en la pared y la nota final de un suicida.
Mentiría quien supusiera que este ciudadano londinense pensó en hacer lo mismo que el señor Floyd, pues él quería escuchar los lados 3 y 4 de The Wall. Uno era el canto dentro del muro (“¿Hay alguien allá afuera?”) y la confortable insensibilización a la que se puede llegar en el mundo moderno; en el otro se celebraba un juicio extraño, catártico —a la vez concierto de rock y manifestación política—, con la sentencia al señor Pink Floyd de ser “expuesto” y que fuera derribada la pared: “Tear down the wall!, tear down the wall!”
¿Qué valor le dio a la experiencia? Era un seguidor, sí, y por las noticias en la prensa especializada sabía que el ambiente en el grupo no era bueno. Obviamente se imponía Waters, cuyo padre murió en la Segunda Guerra, y la historia que se reflejaba en el álbum era la propia. Sin embargo, la presencia de Gilmour en la guitarra era todavía notable y vigorosa. Pese a todo, Pink Floyd mantenía un impulso lírico que se había manifestado, quizá por vez primera, en Dark Side of the Moon.
Dejó los juicios para más tarde. Volvió al lado 1, resurgió ese reto o provocación: “Así que / tú pensabas / que podría gustarte ir al show”, y oyó de nuevo el álbum completo. Se diría que El muro lo venció.

Noviembre 2004

viernes, noviembre 26, 2004

CALASSO Y LA REVUELTA DEL YO

No siempre se accede a una obra por la puerta principal. A veces ocurre que se ingresa a ella por el patio o por la ventana trasera, como le sucederá a quien se tope en librerías con La locura que viene de las ninfas y otros ensayos (Sexto Piso, México, 2004), del escritor italiano Roberto Calasso (Florencia, 1941), y lea ahí unas curiosas notas sobre Rear Window, la cinta que Alfred Hitchcock estrenó en 1954, y cuya traducción literal del título es precisamente La ventana de atrás (pero conocida en España y Latinoamérica como La ventana indiscreta).
Hasta donde entiendo Calasso, que por estos días visitará México, no ha ejercido como crítico cinematográfico. Ignoro si explora en otros libros esa faceta, mas tiene un volumen casi gemelo, en cuanto al nombre, de otra película de Hitchcock: Los cuarenta y nueve escalones (1991). El filme del cineasta británico cuenta en la cifra con diez tantos menos (The 39 Steps), por lo que el ascenso (o descenso) puede ser acaso menos fatigoso.
En ese texto incluido en La locura que viene de las ninfas propone Calasso una “lectura vedántica” de La ventana indiscreta, lo que podría sonar extravagante pero no lo es tanto. En la pantalla se confronta a dos personajes: un fotógrafo (L.B. Jeffries) que guarda descanso forzoso con una pierna enyesada, luego de haberse arriesgado en una carrera de automóviles por estar cerca de la acción, y su vecino de enfrente (Lars Thorwald), viajante de comercio, que asesina a la esposa enferma e irritable para seguir sus amores con otra dama (es de esperar) de mejor salud y humor. Según Calasso, esas dos figuras son complementarias: uno, el fotógrafo, es el atman, el Sí; y el otro, el viajante, es el aham, el Yo. ¿Por qué el Yo tiene que ser el asesino?, se pregunta Calasso. Y esto responde: “La relación entre atman y aham corresponde a aquélla entre el brahmán que vigila, silencioso e inmóvil, el sacrificio y el oficiante que lo realiza”.
Sigue: “La relación entre atman y aham es tortuosa, en cualquier momento se puede voltear. El atman es un ojo soberano, invisible, pero obligado a la inmovilidad de la contemplación. La angustia de Arjuna en el Bhagavadgita sobreviene cuando el atman es llamado a actuar: pero esto en una perspectiva sacrificial donde atman y aham pueden al final encontrar un delicado, riesgoso pacto”.
La palabra “pacto” remite aquí, además, a Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951), también llamada por estas latitudes Pacto siniestro, y en donde hay la propuesta por parte de uno de los protagonistas de realizar un intercambio de asesinatos, y se da esta combinatoria entre uno que comete el crimen (Bruno Anthony) y el otro que observa y, de algún modo, alienta la acción (Guy Haines). Una dinámica similar aparece en La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943), con el tío Charlie (el asesino de las viudas) y la sobrina Charlie... Pero Calasso se limita a La ventana indiscreta.
Leo: “En la perspectiva profana, donde el sacrificio se ha vuelto asesinato, atman y aham no pueden más que ser siempre potencias antagónicas, hasta la muerte. Así, el viajante podrá tratar de golpear al Espectador escondido llegándole por la espalda (como entrando en la sala cinematográfica cuando el espectáculo ya ha comenzado). Y podrá tratar de matarlo, porque de cualquier modo atman y aham conviven en el mismo cuerpo. El intento de asesinato del fotógrafo, realizado por el viajante, es ante todo un intento de suicidio. Y el fotógrafo logra defenderse sólo deslumbrando con el flash al viajante: como el Sí trata de paralizar con su luz interna la revuelta del Yo, que golpea desde atrás y desde la oscuridad”.
Con estas herramientas del atman y el aham podría uno revisar De entre los muertos (Vertigo, 1958), Psicosis (Psycho, 1960) y, por supuesto, Marnie, la ladrona (Marnie, 1964), porque se llega a un centro de la filmografía de Hitchcock (el de la ruda convivencia del bien y el mal, el orden amenazado por el caos), pero el punto aquí no es ir hacia el cineasta sino entender a Calasso a partir de este asomo suyo a la ventana trasera, y para el ensayista florentino es común —al parecer— acudir a la mitología para observar con nuevos ojos el presente, y revelarlo como continuum: es decir, el hoy es un ayer disfrazado de actualidad. Sólo desprendiéndole la careta (porque el fotógrafo es un atman y el viajante un aham) podremos verlo tal cual es.
Le divierte a Calasso el que esa lectura vedántica de La ventana indiscreta equivalga a mirar una película de Mizoguchi a través de Plotino, pero tal es el modus operandi usual en este autor. “¿Por qué no, después de todo? ¿Qué otra cosa hacer si la psicología y el psicoanálisis occidentales son tan rudimentarios e inadecuados respecto a Hitchcock?”
Respecto a Hitchcock, podría decirse, y al mismo Calasso, que a este asunto de la necesidad de los contrarios dedica su primera novela, L’impuro folle (El loco impuro, 1974), donde sigue las vicisitudes de dos grandes familias sajonas, afines y enemigas: los Schreber y los Flechsig, y en la que emerge el Dios Dual: Ormuz y Arimán.
Resultará entonces que la ventana trasera, por la que observan L.B. Jeffries y Roberto Calasso, se abre “a lo que perennemente está detrás del mundo”: el escenario de la mente.

Noviembre 2004

martes, noviembre 16, 2004

EL CONTINUO REGRESO A LOS BEATLES

La de los seguidores de los Beatles es una tribu noble. La base de los discos oficiales ha sido establecida en CD desde hace muchos años, pero se está siempre a la caza de lo nuevo... aunque esto sea lo antiguo con inciertas o notables mejoras técnicas o ligerísimas variantes y nuevas portadas.
Casi cualquier producto beatle tiene la garantía de un camino comercial próspero (como los tenis “edición especial John Lennon” que lanzó este año Converse), y hay incluso un mercado paralelo de grabaciones independientes o piratas con presentaciones en vivo y versiones alternas, acetatos viejos o reprensados, y memorabilia de todo tipo (playeras, calcetines, encendedores, vasos, calcetines, carteles, loncheras, relojes, muñecos...). Se realizan festivales en muchas ciudades del mundo, y numerosos grupos se dedican a tocar su repertorio con integrantes que usan los mismos modelos de instrumentos y se visten como John, George, Paul y Ringo (ya sea en su primera época, de traje oscuro y con el corte de cabello copiado de los existencialistas alemanes, o con los atuendos de la banda de los corazones solitarios del Sargento Pimienta), y así también pueden escucharse programas de radio dedicados exclusivamente a ellos. Hay farsantes, por supuesto, como un Geoffrey Giuliano que elabora productos de tercera categoría con un estilo “amarillo” (sin submarino) a lo Patty Chapoy.
Tal panorama sorprende cuando hablamos de un grupo que tuvo su vida pública en los años sesenta, y lanzó su último disco casi treinta y cinco años atrás. Una explicación es que los Beatles se volvieron una cultura. Se pensaría también que se trata de una franquicia rentable, pero sería ir demasiado lejos y terminaríamos por definir al cuarteto de Liverpool sólo en términos económicos, lo que no explica del todo un fenómeno sostenido esencialmente por los fanáticos.
Los años sesenta son acaso la infancia de los tiempos que corren. Por los cambios sociales y políticos que entonces se dieron, mucho de lo que sucede en la actualidad tiene su origen en esa década. En tal sentido, el regreso eterno a los Beatles es la vuelta a un pasado que no terminamos por comprender, y cuyo análisis puede ayudar a definir o redefinir este presente problemático. De ahí la obsesión por contar al detalle (mes por mes, año por año) la historia beatle. Ésta aparece en películas como Backbeat (Iain Softley, 1993), que se detiene en la época de Hamburgo; o en los cinco DVD’s de la Antología, y aun en caricaturas para niños: hay un capítulo de Los Simpson, el del cuarteto de peluquería de Homero (con un cameo de George Harrison), en donde se dibuja el itinerario completo; y hay otro similar de las Chicas Superpoderosas, cada uno con su Yoko Ono incluida.
Viviremos quizá una década en la que se repetirá constantemente la frase “cuarenta años atrás”. Este 2004, por ejemplo, la memoria viajó a 1964, cuando los Beatles realizaron en el mes de febrero su primer viaje a los Estados Unidos para actuar en vivo un par de veces en el espectáculo televisivo dominical de Ed Sullivan, aunque también dieron conciertos en el Carnegie Hall de Nueva York y en el Coliseum de Washington; y es el año en que fue estrenada su primera película, A Hard Day’s Night, entre otros sucedidos de esos largos meses. Es cuando la beatlemanía se volvió mundial, tal vez por contagio de la “locura americana”.
Ese febrero está contado en el documental The First U.S. Visit, y en la colección de los cuatro programas completos de Ed Sullivan que se recomienda sólo a los obsesivos, pues equivalen a torturarse de nuevo con cuatro horas de “Siempre en domingo”, con Raúl Velasco. Lo sustancial, en tal caso, viene en el DVD anterior. Está una evitable grabación del concierto en Washington (el 11 de febrero de ese 1964), que ni siquiera sirve como documento pues los productores lo interrumpen cada cuatro minutos con entrevistas realizadas a personajes marginales.
Y lo nuevo entre lo nuevo es la caja con los cuatro primeros álbumes que editó Capitol, los de 1964 precisamente, ya que en los Estados Unidos se siguió un orden distinto al de los originales británicos: ésta incluye Meet The Beatles, The Beatles’ Second Album, Something New y Beatles ’65. Se presenta como volumen uno, por lo que es de esperar otra caja similar con los otros cuatro discos de larga duración que siguieron, acaso The Early Beatles, Beatles VI , Rubber Soul y Yesterday and Today. Este último tuvo como portada original, luego retirada, una fotografía con muñecas descuartizadas y trozos de carne, protesta de Lennon por el desorden como armaban sus álbumes los estadounidenses, lo que se intentó corregir a partir de Revolver, me parece.
Tal anarquía es lanzada ahora mundialmente en una caja, con versiones completas en estéreo y monoaurales, por lo que cada álbum se escucha dos veces y el CD tiene en promedio 22 tracks y 50 minutos de duración. Hay quien dice que se ha llegado al punto en que al aficionado beatle se le da lo mismo pero revuelto, mas debe uno escuchar este paquete remasterizado para darse cuenta de cómo el cuarteto puede renovarse ad infinitum sin agotar a quien lo sigue. Además, la poderosa distorsión con la que arranca “I feel fine”, penúltima canción del Beatles ’65, es un anticipo de lo que vendría en el trayecto hacia el Sargento Pimienta y el Álbum blanco.

Noviembre 2004

martes, noviembre 09, 2004

CHRISTINE KEELER Y LOS ESCARABAJOS

Así como en estos tiempos sorprende y hastía el “caso Bejarano” (entre otras turbiedades de variado signo partidista que se registran en el desgobierno de Vicente Fox), a principios de los años sesenta del siglo pasado estalló en Inglaterra el “escándalo Profumo”, que laceró al Partido Conservador y abrió, para los sociólogos, el camino a una década de grandes cambios, y es una de las probables explicaciones del surgimiento de la beatlemanía: la desconfianza hacia la política hizo que la sociedad atendiera a figuras menos decepcionantes (como esos cuatro jóvenes músicos de Liverpool, hijos de la clase trabajadora), y terminara por mirarse a sí misma.
El cuento lírico-político, al que se puede uno asomar con el pretexto de que está por aparecer un nuevo paquete de los Beatles con sus cuatro primeros álbumes —según salieron en los Estados Unidos de Norteamérica, en orden distinto y con nombres diferentes a los originales—, quizá ayude a observar de otra manera nuestra turbia actualidad.
Hay que situarse en marzo de 1963, cuando el ministro de guerra británico John Dennis Profumo se presentó en la Cámara de los Comunes para desmentir su relación extramarital con la call-girl de 21 años de edad Christine Keeler. “No hubo ningún indecoro, en absoluto”, aseguraba Profumo. “Y no vacilaré en presentar demandas judiciales por difamación y calumnias si se repiten o efectúan afirmaciones escandalosas fuera de la Cámara.” Tres meses más tarde debió reconocer que mentía, y renunció como ministro y miembro del parlamento. También lo hará, aunque en octubre, Harold McMillan, flamante primer ministro. Y un tercer personaje involucrado, el médico Stephen Ward, que fue quien introdujo a Christine en los altos círculos del Partido Conservador, se suicida.
Mas aquí no acaba la lista de Christine, que incluye a un miembro de la inteligencia soviética: Eugene Ivanov. La dama era, pues, el punto donde se unían tres figurantes: el osteópata Ward, el ministro Profumo y el espía que surgió de una Guerra Fría entonces muy candente. Con lo que el escándalo se volvió asunto de Estado e implicó una gran conmoción en las islas británicas, ¿qué secretos no habrían corrido de cama en cama? Y como remedio contra la incertidumbre se buscaron nuevos azideros. Uno de ellos fue la beatlemanía, que para noviembre de ese 1963 era ya un fenómeno nacional que desconcertaba incluso a Brian Epstein, mánager del grupo.
Es curioso pensar que la llegada de los Beatles a los Estados Unidos, en febrero de 1964, también significó una cura: la del luto extremo vivido en ese país tras el asesinato de John F. Kennedy ocurrido en noviembre del año anterior. Y quizá se podrían hallar otros ecos sociales si se observara detenidamente el resto del itinerario de los liverpoolianos en sus giras por el mundo de 1964 y 1965. Para desgracia nuestra, el regente Alfonso Corona del Rosal se opuso a que los Beatles viajaran a la ciudad de México, mientras que Gustavo Díaz Ordaz sobrellevaba como amante a Irma Serrano (su Christine Keeler), sin que nadie le dijera nada ni tuviera que renunciar a ella o a la presidencia.
En su libro Goodbye Baby & Amen: a Saraband for the Sixties (1969), el periodista Peter Evans sugiere que el luego bautizado como Swinging London (el alocado Londres) tuvo su arranque exacto a las 11 de la mañana del 22 de marzo de 1963, cuando Profumo se presentó en la Cámara de los Comunes para negar sus tratos con Christine Keeler, que es justo el día —se añade aquí— en que salió a la venta en Inglaterra Please Please Me, el primer álbum de los Beatles.
Por sus méritos seductores que inauguraron una época, a Christine Keeler se le ve fugazmente en el video musical de “Free as a bird”, lanzado en 1995 junto con la Antología, melodía que representó el reencuentro virtual del cuarteto al retomar Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr un “demo” de John Lennon. Cuando ha corrido 1 minuto con 48 segundos de ese video que concentra la historia de los Beatles, surge Christine Keeler caminando por Penny Lane junto con Mandy Rice-Davis, su compañera de fiestas y cómplice en los amoríos.
Una cosa parecería no tener que ver con la otra, pero ocurrió: al seducir o desnudar (literalmente) a importantes figuras del Partido Conservador, Christine Keeler contribuyó a que naciera el fenómeno beatle, y a que los sesenta fueran lo que fueron: un vértigo constante. La tonada común es acaso esta: “Por favor, compláceme”.

Noviembre 2004


lunes, noviembre 01, 2004

EL SÍNDROME DE BRITNEY SPEARS

Ha de ser arduo para un escritor definir el momento en que debe abandonar la pluma. A veces ocurre que la vida se esfuma sin previo aviso (por enfermedad o accidente), y se cortan así proyectos que se veían como esperanzadores. O el ejercicio literario mismo lleva a un autor a definir su destino, como le sucedió a Gérard de Nerval con Aurelia, que lo dejó en un oscuro callejón parisino colgado de una reja: el suicidio fue de algún modo consecuencia, si no lógica sí poética, de lo que se debatía en el papel.
Enrique Vila-Matas estudió lo que él llama el “síndrome de Bartleby”, nombrado así a partir del personaje de la novela corta de Herman Melville, que retrata a los escritores que no escriben o dejan de hacerlo. Habría que pensar en algunas variantes, por ejemplo la de aquel que luego de haber pergeñado largas novelas o concentrados poemarios decide cerrar el changarro de la página en blanco para dedicarse a la vida contemplativa. Se le llamará aquí, tentativamente (a la espera de que la academia le encuentre un nombre más adecuado), el “síndrome de Britney Spears”, por esa cantante pop contemporánea (de estos días, no del “grupo sin grupo” al que pertenecían Xavier Villaurrutia y José Gorostiza) que ha cambiado las luces de la fama por la esfera familiar, y deja el campo libre, según sus propias palabras, para que otras triunfen... Ya establecido el concepto, habría que ir a casos específicos dentro del orbe literario.
Alguien que seguro no lo padecerá es Carlos Fuentes, cuyos planes de escritura podrían abarcar varias generaciones y que, pese a la notable irregularidad de sus últimos libros, no piensa detenerse. Como no lo hizo Octavio Paz. Y sí, demasiado pronto, Alí Chumacero. O Salvador Elizondo, cuya última ficción es Elsinore, de 1988. Éste dejó de publicar pero no de escribir, pues se dedicó a hacer anotaciones diarias en sus cuadernos, de las cuales el Fondo de Cultura Económica editará pronto una selección y que son apuntes realizados desde su relativo exilio en Coyoacán.
Una visión similar a la de Elizondo la tiene Fernando del Paso, que en su Viaje alrededor de El Quijote (2004) hace un aparte para justificar su cervantismo tardío, y asegura que más que todo es novelista y considera que, en ese carácter, “la parte más importante y sustancial de mi obra está consumada”. Lo básico ya está hecho (sus extraordinarios novelones, José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio), y las exploraciones presentes y futuras, acaso sin la intensidad o el compromiso de sus trabajos mayores, serán ganancia, un extra en donde Del Paso, como él mismo lo apunta, no tiene nada que perder, puesto que sus opiniones sobre El Quijote, por ejemplo, “no les quitarán ni les añadirán una sola coma a mis novelas”. Dijérase que ya no compite profesionalmente, hace deporte de exhibición: relato policiaco, prosa poética, poesía y ensayo literario, géneros en los que tal vez no es tan ducho como en el ejercicio novelístico, del que se retiró en su mejor momento.
Gabriel García Márquez parece estar hablando de sí mismo cuando hace que su sabio, protagonista de la Memoria de mis putas tristes (2004), escriba el último artículo de su columna dominical al cumplir los noventa años, y se despida en un párrafo que, sin embargo, no aparecerá en el diario: el jefe de la edición borra esas líneas finales, y más tarde el director aprueba su proceder. “Se lo suplico con toda el alma”, le dice el director del periódico al viejo sabio. “No abandone el barco en altamar.”
He ahí una circunstancia a tomar en cuenta: el contexto social puede presionar para que un escritor, sobre todo si es exitoso en cuanto a reconocimiento o ventas, no abandone el barco. Y lo que resulte puede ser deslumbrante o insustancial, su obra cumbre o una mera repetición de sí mismo... Aunque el “águila o sol” a veces vale la pena.
Uno que, sin que le temblara la mano, quitó de su despacho en Marraquech el letrero de “work in progress” (obra en proceso) fue el español Juan Goytisolo, y cerró su obra de ficción en el 2003 con una imagen teatral, un Telón de boca que no ha circulado en México, me parece, y que es su “la última y nos vamos”: un tango del viudo escrito sin dramatismos pero con enorme intensidad y donde, como en Nerval, el novelista parece estarse jugando la vida.
Pero lo escritores son como los toreros, que se cortan la coletilla tantas veces como les dictan sus inquietudes, y parecen ya no estar en el ruedo cuando libran, en la soledad de su estudio, sorprendentes faenas solitarias de las que surgirán con el correr del tiempo las crónicas, es decir los inéditos. Ahí está Lichtenberg, por decir algo. O Franz Kafka. Con orejas y rabos obtenidos de manera póstuma.

Noviembre 2004