miércoles, junio 30, 2004

MICHAEL MOORE Y EL CLAN DE LOS ARBUSTOS

El insulto fue la primera reacción de George Bush padre ante el documental Fahrenheit 9/11, estrenado este fin de semana en Estados Unidos, e iba dirigido contra el director Michael Moore: el político en retiro (pero con una clonación activa) definió al cineasta como “bola de grasa”. Tal respuesta, que es por otro lado un acierto descriptivo aunque grotesco, debe ser tomada de quien viene: si los Bush se enojan, es decir si los perros ladran, es señal de que Moore avanza (según el ya lugar común quijotesco). La crítica, entonces, es pesada o voluminosa, pero certera. El grupo gobernante es atrapado en su laberinto de mentiras por este individuo rechoncho; los afanes redentores son gruesamente desenmascarados como viles argucias comerciales con las que el clan de los arbustos (como se traduce la palabra “bush”) pone al mundo en riesgo. Dicen que buscan salvar a la humanidad cuando sólo van por el petróleo.
Moore, no hay duda, es un hombre gordo. Y lo es en contraposición con la imagen delgada y decente que intentan mostrar la mayoría de los “comunicadores” de los medios masivos del norte de América (desde México hasta Canadá). Su aspecto parecería poco agradable, si atendemos a las figuras sociales impuestas por las grandes corporaciones. Y tiene la impertinencia de abordar temas muy “americanos” con enfoques que parecerían más bien propios de otras culturas: en sus documentales, realizados para la pantalla chica o para el cine, juzga a una sociedad como es vista desde fuera, o como ha sido retratada en la callada (o acallada) guarida de la academia. Lo hace de tal manera, con tan hábil manejo del humor, que se vuelve vistoso: lo patético, divierte.
No se parece mucho Moore a la gente bonita que suele salir en las pantallas, pero sí a quienes caminan por las calles de los Estados Unidos. Es producto claro de las hamburguesas y los hot-dogs. En las conferencias de prensa insiste en que su rareza es mayoría, en que hay muchos otros que son y piensan como él. Veámoslo físicamente como el personaje Barney de la serie animada “Los Simpson”, pero con micrófono a la diestra y acompañado por un camarógrafo.
Este ser de caricatura apareció en 1989 en el documental Roger & Me exigiendo explicaciones al presidente de la General Motors, Roger Smith, por el cierre de una planta automotriz en Flint, Michigan, y el caos social que ocasionó tal decisión industrial. Los intentos fallidos de Moore por entrevistar al dirigente se vuelven una divertida cacería a través de la cual se cuenta la trágica historia de Flint. El paradigma de la filosofía empresarial no ocurre: la bonanza es de unos pocos, y la incertidumbre de muchos.
Pero Roger & Me no tuvo la difusión que sí logró Bowling for Columbine (Masacre en Columbine, 2002), realizado a partir de que un grupo armado de estudiantes atacó a sus compañeros de la preparatoria, y donde se apuntan algunas ideas que son desarrolladas en el recién estrenado Fahrenheit 9/11 (cinta que recibió hace unas semanas la Palma de Oro del Festival de Cannes). La pregunta de por qué los estadounidenses se disparan entre sí tiene como una de sus respuestas posibles el hecho de que el modelo a seguir es un gobierno agresor. En el pueblo en que se encuentra la preparatoria de Columbine, para no ir más lejos, hay una fábrica de misiles de destrucción masiva. Los Estados Unidos de Norteamérica han intervenido innumerables veces en otros países, como promotores de golpes de Estado e instigadores o ejecutores de masacres, ¿por qué asombrarse de que sus ciudadanos crezcan a su imagen y semejanza, o de que el terrorismo los asalte?
En inglés, to beat about the bush significa “andarse con rodeos”. Moore no lo hace, y sí quisiera que los arbóreos Bush dejaran de ornamentar la Casa Blanca. Confía en que su película Fahrenheit 9/11, y el libro que la acompaña (¿Qué le hicieron a mi país, man?, distribuido en México por Ediciones B), contribuyan a una poda severa en las próximas elecciones federales. Ver o leer a Michael Moore desde este lado del Río Bravo ayuda, además, a entender (o desentenderse) del amigo de los Bush, Vicente Fox, quien copia sin gran discernimiento muchas de sus políticas (como ese afán por reducir el gasto social) y que está llevando al país a similares turbiedades.

Junio 2004

martes, junio 22, 2004

FUNCIÓN DOBLE

Entre los oficios no ejercidos, me habría gustado ser un respetable librero o un confiable programador de cine. Sería estupendo tener una sala no comercial y organizar ciclos completísimos de grandes directores, buenos maratones cinematográficos y agradables funciones dobles, cosa que tal vez no hace como debiera la Cineteca Nacional a la que guían ya también, como ocurre en otras áreas de la cultura, sosos criterios de rentabilidad... que además la desencaminan de una de sus tareas principales: exhibir películas que de otro modo no llegarían al país. Habría que liberarse de ese antifaz empresarial y organizar programas con gusto cinematográfico, por el puro placer de ver buen cine.
Las funciones dobles, sobre todo, abren la posibilidad al diálogo insólito. La combinación debe ser creativa para que el espectador agradezca la figura que se le propone, y no se trate sólo de reunir burocráticamente dos cintas del mismo director o la primera y la segunda parte de una serie. Es como la literatura comparada pero aplicada al cine, mas la relación no tiene por qué ser aca(en)démica. Tómese como divisa aquello que escribió Strindberg: “En el frágil terreno de la realidad, la imaginación teje sus múltiples combinaciones”.
Una fórmula efectiva es atender a los quehaceres de los protagonistas: Shampoo (1975), de Hal Ashby, y El marido de la peluquera (1992), de Patrice Leconte, por ejemplo. ¿Qué tal? O sus vicios: El fin de semana perdido (1945), de Billy Wilder, y Barfly (1987), de Barbet Schroeder, dos visitas al infierno del alcoholismo que juntas crearían, además, un atemporal duelo de actuaciones entre Ray Milland y Mickey Rourke. O defínase el programa por los medios de transporte: Un tranvía llamado deseo (1951), de Elia Kazan, y La ilusión viaja en tranvía (1953), de Luis Buñuel, aunque en este caso estamos en las fronteras del absurdo, como si intentáramos reunir la Naranja mecánica (1971), de Kubrick, con la Mecánica nacional (1971), de Luis Alcoriza, sólo por esa palabra común que aparece en el título. Con tales propuestas el asistente al cine pensará que ha caído en manos de un cácaro desquiciado.
No es necesario llegar a esos extremos. Hay otras posibilidades combinatorias. Una metáfora comunica a Frankestein (1931), de James Whale, y El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice. La muerte segadora está en El séptimo sello (1956), de Ingmar Bergman, y en La última noche de Boris Grushenko (1975), de Woody Allen. Hay profundos amores hacia la juventud en Lolita (1962), de Kubrick, y La virgen de los sicarios (2000), de Schroeder. La novicia rebelde (1965), de Robert Wise, y Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von Trier, comparten una puesta en escena, y al verlas en la misma sesión cobraría gran fuerza, al final del segundo largometraje, la melodía “Mis cosas favoritas” que canta Björk en su celda a la espera de que la ejecuten.
Pensemos en las relaciones edípicas: Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock y Todo sobre mi madre (1999), de Pedro Almodóvar. O en los desvanecimientos: El hombre invisible (1933), de Whale, y Alice (1990), de Woody Allen. En las animaciones: Pinocho (1940), de Ben Sharpsteen, e Inteligencia artificial (2001), de Steven Spielberg. En la lucha contra el mal: el Moby Dick (1956), de John Huston, y el Alien (1979), de Ridley Scott... O en los remakes: las dos Nosferatu (de Murnau y Herzog), los dos planetas de los simios (de Schaffner y Burton), las dos noches de los muertos vivientes...
¿Hasta dónde podría uno llegar? En México las propuestas imaginativas mueren pronto, y acaso en este punto se tendría ya un departamento de contabilidad encima con quejas sobre la baja asistencia o una ciega incomprensión al hecho de que por un boleto se vean dos filmes; mostrarían números rojos por los altos costos de algunas cintas que no había en el mercado nacional; o un enojo de envidia por los viajes del programador (con acompañante) a los festivales importantes... Con lo que llegaría a su fin ese corto verano de la función doble.

Junio 2004

martes, junio 15, 2004

MANUSCRITO ENCONTRADO EN UN BASURERO

Estimados vecinos: Llevo dos años de habitar este edificio y mis conclusiones de la experiencia corren tanto por la vía positiva como por la negativa. Piénsese que soy un recién llegado a la colonia, pues nací en la parte norte de la ciudad de México y viví diez años de mi etapa adulta en la parte sur. Se me podría calificar como extremeño. Hasta hace poco me “centré” en la Narvarte. Disfruto las palmeras de Vértiz mas temo, a la vez, que un día una de sus ramas caiga sobre mí o sobre el automóvil. Vivo tranquilo en un departamento de dos recámaras pero me inquietan las vibraciones que producen autobuses y camiones de carga y temo, como todos, a los sismos.
No me dirijo a ustedes para hablar de mi persona. Tampoco crean que busco ser impertinente. Sé que algunos compran películas piratas, pues escucho a cada tanto desde las ventanas internas diálogos y efectos de sonido de cintas de riguroso estreno. Sé a qué equipos de futbol le van, cuáles son sus grupos de música favoritos y hasta percibo el olor de lo que guisan. Y me entero de muchas otras cosas que no viene al caso mencionar, relacionadas tanto con la vida en pareja como con la (mala o buena) convivencia familiar... Aunque en esta memoria mía de inquilino no hay rostros sino sonidos y aromas.
Recuerdo, claro, lo que dice la actriz Thelma Ritter en La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), de Alfred Hitchcock, esa gran película de vecindario: “Nos hemos convertido en una raza de mirones. Para variar, la gente debería salir de sus casas y observarse a sí misma”. Por lo mismo trato de ser respetuoso: en la intimidad, pienso, se vale ser raro.
Entonces, no me interesa hablar de lo que pasa en los departamentos sino en los espacios comunes. Está, primero, el difícil asunto de la basura que colocamos afuera de cada puerta a la espera de que llegue el señor del servicio de limpia. Éste no es uno sino dos: el güero y el moreno, que pasan en días y a horas diferentes. Entiendo que las bolsas de desperdicios deben colocarse cuando ellos van a venir, no un día o dos o hasta tres antes. Algunas personas exponen su basura tarde y noche (como si fuera una instalación del Museo de Arte Moderno), con el consabido tufo que inunda el cubo de la escalera y el desfile de cucarachas que puede atraer. Confieso que el otro día (domingo por la noche) tomé a escondidas fotos digitales de ese triste espectáculo y armé con una de ellas un cartel. Una leyenda planteaba esta pregunta retórica: “¿Para qué queremos plantas si las rodeamos de basura?” Y otra sentenciaba: “Eduquémonos y eduquemos a nuestros hijos”. Pegué mis impresos en cada piso... y por la mañana fueron arrancados con enojo. Desde entonces noto que se me mira como a un enemigo.
La regla, insisto, es simple: la basura hay que sacarla sólo cuando estén por llegar el güero o el moreno. ¿Es complicado entenderlo?
El otro punto es que algunos vecinos se están viendo en la necesidad de despertar en ciertos días a las seis de la mañana, y programaron su estéreo a todo volumen para que se active a esa hora. Lo dejan funcionar así, con estruendo, hasta que triunfan en su feroz y rabelaisiana batalla por desprenderse de las sábanas. Mientras eso ocurre han despertado por lo menos a quienes habitamos en cuatro departamentos de nuestro edificio (ala sur) más los de enfrente: ocho familias, mínimo. Acaso piensan que también nosotros debemos madrugar. Agradecemos la preocupación mas les informamos que no es así. Se les conmina, entonces, a que descubran formas menos atronadoras de cumplir con puntualidad sus jornadas escolares o laborales.
Quise exponerles estos dos asuntos. Espero que no arranquen con furia mi nuevo impreso (como hicieron con el anterior), y que mis líneas no los ofendan sino los lleven a reflexionar y a modificar, por consiguiente, sus conductas. Se trata de convivir de una manera armoniosa, de llevar una vida que nos parezca a todos civilizada. No le demos la razón a Shakespeare, quien creía, siguiendo a Sófocles, que el hombre es capaz de grandes hazañas pero a menudo se halla más cerca de las bestias.

Junio 2004

lunes, junio 07, 2004

EL IMPERIO DE LA NO FICCIÓN

Desde el 11 de septiembre, el cielo de los Estados Unidos de Norteamérica no es como el cielo de otros países. En su constante patrullaje de costa a costa, los aviones militares dejan surcos como de nube y se dibujan figuras curiosas, semejantes a los trazos de un niño que empieza a usar el lápiz. Esto, más que crear una idea de seguridad alimenta la psicosis del atentado futuro o posible, con alerta naranja o amarilla. Antes, subir a los rascacielos implicaba experimentar las grandes alturas del capitalismo más sólido. Ahora, por ejemplo si se arriesga uno a tomar el elevador de la torre Sears, en Chicago, podrá sentirse que se está en un objetivo de guerra. Se rige la vida a partir del “no sabemos qué sucederá”, y ante cualquier signo extraño (un paquete en el piso, un avión a baja altura, el rostro de un árabe), a sudar frío y prepararse a correr.
El fin de semana se llevó a cabo en Chicago, en el centro de convenciones McCormick Place, la BookExpo America, la segunda feria del libro en importancia luego de la de Frankfurt (la tercera, dicen, es la FIL de Guadalajara). Sin haberlo planeado (y con un gafete que me prestaron, y según el cual me llamaba Consuelo), recorrí los pasillos de este gran encuentro de editores, libreros y bibliotecarios, donde los libros no se venden al público sino se comercian entre profesionales. La visita completa, a buen ritmo, se cumplía en tres horas. Podía uno, en ese lapso, hacerse un mapa mental de la situación que guarda el libro si no en el mundo sí en los países angloparlantes... pues la producción de otras lenguas estaba limitada a unos pocos metros de exhibición. México tenía su espacio discreto, en una esquina, con dos stands: uno de varias editoriales, y otro del Fondo de Cultura Económica.
Por lo que se ve, prospera lo no literario. La gran figura de la BookExpo fue Bill Clinton, y para conseguir su autógrafo se formaron largas filas. El libro que presentó tiene un título poco imaginativo: Mi vida (My Life), pero sirvió como afirmación vital al tiempo que otro expresidente, Ronald Reagan, dejaba este mundo en Bel Air, California, para consternación del príncipe del rap. Había, en la BookExpo, mucho de política; y cientos de libros de renovación espiritual o autoayuda, mapas y guías de viajero, volúmenes de “hágalo usted mismo” y cocina, e historietas (cómic y manga), programas para la computadora, libros electrónicos y sofisticados kits para lectores, con maleta, lamparita, lupa y atril. Poco, insisto, de literatura hecha por sólidos escritores, narradores o poetas. Por lo que se ve, entre menos literario sea el libro es mejor. Y si no está bien hecho, perfecto: candidato a best-seller. Destacaban, no obstante, Edgar Allan Poe, William Shakespeare y Sigmund Freud... ¡en figuritas de acción!
Obtuve, firmada por una de sus autoras, una copia de No hay príncipes y otras verdades que tu madre nunca te dijo: guía para tener las relaciones que tú quieras (There is no Prince and other Truths your Mother Never Told you: A Guide to Having the Relationship you Want), de Marilyn Graman y Maureen Walsh; también, un tomito con la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos de América juntas; rechacé El millonario espiritual (The Spiritual Millonaire), de Keith Cameron Smith, y pasé rapidísimo por la zona dianética; y sí me quedé, porque me lo ofrecieron con una gran sonrisa, con mi horóscopo del 2004, día por día, según el cual hoy, martes 8 de junio, puedo reencontrarme con gente que hace tiempo no veo y tengo la oportunidad de influir en su felicidad. Aquellos que no estaban muy de acuerdo con mis acciones quedarán persuadidos de que no hago las cosas mal. Así sea.
En aquella legendaria entrega de los Óscares, el cineasta Michael Moore dijo que Bush era un presidente ficticio que enfrentaba una guerra ficticia. La no ficción impresa alimenta esas fantasías suyas.

Junio 2004

martes, junio 01, 2004

EN LA ISLA DE LOS PUBLÍVOROS

La publicidad es un guante de boxeo que sostiene un ramito de nomeolvides. A esta conclusión llega el protagonista de Palinuro de México (1977), novela de Fernando del Paso, luego de viajar por las Agencias de Publicidad y otras Islas Imaginarias, y hacer los honores a Ernest Dichter (el hombre que aplicó el principio de la Gestalt a la publicidad), James Vicary (el descubridor de la publicidad subliminal) y al grupo de apóstoles de la imagen de marca. Y luego, también, de haber escuchado aquella famosa frase de Aldous Huxley: “Es más fácil escribir diez sonetos pasables que un anuncio efectivo que lleve a miles de personas a comprar un producto”.
El navegante Palinuro (que en la Eneida aparece como piloto soñador, y en La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly, es el eje que estructura una serie de reflexiones a la deriva de los tiempos) pudo haberse detenido, un noche de estas, en una isla de creación más o menos reciente: la isla de los devoradores de publicidad, publívoros o publivoraces, que realizan ritos periódicos en varias ciudades del mundo, maratones de más de seis horas de duración en los que se proyecta comercial tras comercial y donde, además, en los descansos se reúnen espectadores/consumidores con patrocinadores del espectáculo multipublicitario para que el bombardeo continúe. Es como ir al paredón por voluntad propia. Uno sale de ahí viendo marcas, llevando relojes o plumas o vasitos o playeras con marcas, y diciendo marcas en la duermevela.
Los lugares en que se presenta cualquier espectáculo (el televisor o las salas de cine, auditorios o teatros comerciales y estadios deportivos) son espacios donde el vidente u oyente es presa desarmada de los anunciantes: la publicidad todo lo viste y todo lo transforma. Los filmes suelen tener un equipo de comercializadores, y a la escenografía se agregan como detalles del paisaje algunos productos, puestos ahí como si se tratara de cualquier cosa. Si en una cinta aparece Coca-Cola, es seguro que el protagonista le será fiel a la marca por lo que dure la proyección. Una prueba severa de la efectividad de una buena campaña publicitaria fueron las elecciones del 2000, con el ascenso al poder de un hombre surgido de las filas de esa misma corporación refresquera: Vicente Fox entre otras cosas ofreció a México devolverle “la chispa de la vida”.
Hace unas noches en un teatro del centro de la ciudad de México se presentaron cientos de anuncios de 30 segundos de duración, en promedio, de muchas partes del globo terráqueo. Habría que concederle en parte la razón a Huxley al reconocer la efectividad artística de un comercial bien hecho. Algunos son realizados como muestra de poderío económico (como ese que presenta al soso Enrique Iglesias como emperador romano en la tribuna del Coliseo, y a las cantantes Britney Spears, Pink y Beyonce como gladiadoras, o ese otro que coloca a los mejores futbolistas del mundo en un pueblo del oeste, realizados ambos con presupuestos millonarios) pero también hay los que tienen como objetivo apoyar una campaña a favor de la comunidad: contra el racismo, la zoofilia o la pedofilia, por dar tres ejemplos reiterados en el programa de los publívoros. Hay uno terrible que sigue un cortejo fúnebre a la fosa: los dolientes empiezan a arrojar flores o tierra, según la costumbre, pero un niño escupe al féretro con rabia. Es, probablemente, el hijo del fallecido. Sufrió, con seguridad, de abuso sexual en casa. Se concluye con una información “dura”: que de los casos de pedofilia hasta un 80 por ciento ocurre con la familia más cercana.
Hay un par de anuncios cuyo encuadre se limita a las manos. Uno toma a una diestra que sostiene el control remoto del televisor y cambia de canal hasta detenerse en el que lo hace alzar el índice muy alto para figurar una erección: es de un canal gay. Otro enfoca a dos manos ardientes que se desnudan quitándose los guantes, pero detienen su fogocidad cuando la mano femenina le pide a la masculina que se coloque un guantecito plástico: éste es de condones.
Luego de sufrir seis horas esta avalancha narcótica, puede afirmarse que en algunos casos los anuncios publicitarios llegan a ser notables ejercicios de imaginación. Mas aconsejaría Palinuro, piloto de Eneas, que a la Isla de los Publívoros se fuera una sola vez al año, porque la publicidad es eso que él dice: un guante de boxeo que sostiene un ramito de nomeolvides.

Junio 2004